Real Time Web Analytics Bruselas10: enero 2008

domingo, 13 de enero de 2008

De Tiendas


Europa se está construyendo una imagen de marca desesperantemente anodina. Excepto en el paisaje -y no siempre-, nuestras ciudades se parecen cada vez más unas a otras. Hace una veintena de años la Rue Neuve de Bruselas, una calle peatonal de compras, mostraba escaparates con personalidad propia y una oferta distinta que la ropa estándar y los zapatos chinos de marca europea que hoy inundan todos los espacios comerciales de nuestra Europa de los mercaderes. Recorrer estos días sus 600 metros se ha convertido en un ejercicio banal. Paseas por ella y encuentras poco más o menos lo mismo que en Preciados, o en Colón de Larreátegui. Hay más negros y árabes y menos bares en Bruselas, pero en conjunto es un déjà vue. Un salteado de franquicias. Aquí una tienda de teléfonos, allí una de ropa joven para ellas, cuarenta metros más adelante lo mismo pero esta vez para él, en medio una pizzería y al final un gran almacén con montones y montones de lo mismo. Y todo bajo una iluminación feroz que produce un horroroso dolor de cabeza, y que hace a la gente moverse como a impulsos de luz estroboscópica, llenando y vaciando tiendas a un ritmo de tsunami que, desde luego no por azar, reafirman unos altavoces distorsionados de los que no surge otra cosa que los alaridos de los infortunados arrastrados por la marea.
Hace una treintena larga de años compré una lámpara de techo en un comercio de Licenciado Poza. Estaba la lámpara –y está- compuesta por grandes y gruesas piezas de cristal tallado. Una de ellas se desprendió un día y cayó sobre una mesa, causando destrozos considerables. Había pasado una veintena de años pero un verano, de vuelta en Bilbao, me fui al comercio de Pozas, con la vaga esperanza de reponer la loseta. Me atendió un hombre de edad indefinida como el comercio quien, tras escucharme y sin alterarse un ápice, me dijo: “se trata de una lámpara de cristal alemán. Hice dos y me quedan tres cristales”. Se dio media vuelta y tiró de un cajetín de madera, de los muchos que cuadriculaban el muro a su espalda, y sacó las tres piezas en cuestión. “¿Cuántas quiere?. Las tres. ¿Está seguro?. No sabe usted cuánto”.
Aquel hombre había demostrado, con un minuto de atención al cliente y medio giro de cuerpo, un control sobre un cuarto de siglo de trabajo sencillamente estremecedor. Suelo pensar en él cuando los deberes forzosos de la vida me llevan a uno de esos comercios de franquicia, donde hay que sufrir a esas empleadas moninas con contrato de fin de semana, que han entrado en la tienda a las 10 de la mañana pero que se han levantado a las 5 para vestirse y acicalarse y que, medio dormidas, apenas aciertan a guiarse entre el género estrepitosamente iluminado por sus colores. Cuando la moda impone tonos sombríos, este género de profesionales de la venta suele perderse entre las estanterías y emerge otra vez a la vuelta de la temporada, con una sonrisa fucsia o mandarina en los labios.
Me digo que debe ser cosa del negocio de la luz esto del tiempo pasado que fue indudablemente mejor porque hace un par de semanas, llevado otra vez por la necesidad, tuve que adentrarme en esa Bruselas que se encuentra tan alejada del halógeno y las franquicias, nada fashion, en busca de pantallas para lámparas. Vine a dar con el comercio de Philippe, que está en la rue Blaes, a tiro de piedra de la Porte d’Hal, un vestigio soberbio e imponente de la vieja muralla que protegía el burgo bruselense antes de que la expansión urbana y la estabilidad vecinal aconsejaran derribarla. Construyeron sobre su planta una carretera de circunvalación, el peripherique, que satisface cien veces mejor que las viejas piedras el cometido de aislamiento del centro urbano. A ver quién se atreve a cruzarlo. Pues el caso es que Philippe tenía un operario limpiando, cristalito a cristalito, una de esas viejas arañas de cristal, que aquí llaman lustres porque refulgen (o deberían, de ahí lo de limpiarlas). No era una pieza excepcional y se lo hice notar: “Es mucho trabajo, sí, pero qué haríamos si no con esas lámparas?. ¿Tirarlas?. ¿Por qué, si son bonitas y traen recuerdos?”
De modo que Philippe, en la cosmopolita Bruselas, es otro gozoso registro de un pasado en el que el tiempo no transcurría a golpes de flash estroboscóbico y los comerciantes no atrapaban con explosiones de luz a los clientes, como su fueran polillas en la oscuridad  A mí, este ejemplar es el último que me queda porque el de Bilbao echó la persiana. Le hago notar a Philippe lo caro que es tener un operario brochando cristalitos y me dice que sí; que le asfixian las cargas sociales, los impuestos municipales y el de la Renta, y que está tentado de tirar la toalla. Lo dice bajito, de espaldas a su madre, una mujer entrada en años y carnes con mala circulación en las piernas que, sin embargo, es capaz de encontrar al otro extremo del comercio, entre un centenar de cachivaches, la pequeña pieza que falta en la vieja lámpara. Y de ofrecértela con la mejor de las sonrisas.
- Pues que le bajen a usted los impuestos, hombre; que le pongan un IVA reducido. A fin de cuentas, lo suyo es casi una función social…
- Parece que no conozca usted el percal.
- Sí, sí que lo conozco. Y le digo que por este camino nos vamos a quedar sin artesanos.
Los defensores de la modernidad a ultranza suelen alegar, cuando se suscitan sentimientos de pérdida, que pasado y presente terminan ofreciendo, en nuestra civilización, síntesis de gran provecho para la sociedad. Acaso se refieran a los zapatos made in China que los grandes distribuidores compran en Shangai o en Cantón a 8 euros (dato de la Comisión europea),  y que luego venden en los grandes centros comerciales de Occidente a 120. Es una diferencia de valor, esta, que da lustre a toda una enorme cadena de comercialización en la que caben la gerencia del centro comercial, el alquiler de la lonja, el canon de la franquicia, los sueldos de los empleados y el margen del detallista, además de los costos de transporte, almacenamiento y etiquetado. Y los impuestos.
Claro que al final te preguntas si lo que se vende no es un factor marginal y lo que cuenta es la cadena comercial, que lo mismo vende –o puede vender- zapatos que tiras de carne de perro en salazón, (por poner otra producción típica china, esta última más antigua) pero que, desde luego, no restaura lustres.
En Bruselas hay, por lo de los cajetines, una síntesis modernista del  comercio de Bilbao: un restaurante acondicionado en lo que una vez fue una enorme ferretería. Son tres plantas, quizás cuatro, con paredes de madera atiborradas de pequeños compartimentos que un día albergaron tornillos, tuercas, arandelas y todo género de quincallas. Se llama, claro, la Quincallerie. Un reloj enorme preside la estancia. Pero parece que, en él, el tiempo transcurra al menos cuatro veces más rápido que en la tienda de lámparas de Pozas.
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