Real Time Web Analytics Bruselas10: marzo 2009

miércoles, 25 de marzo de 2009

Pescado


Cualquiera que haya intentado comprar pescado fresco en Bruselas conoce la dificultad del empeño. Los belgas son poco dados a los peces. Comen lenguado, rodaballo y mero y algo de bacalao fresco, con nata y esas cosas –los que lo comen- y la cadena de comercialización es exigua y poco cuidadosa.
Por eso, cuando encuentras una pescadería limpia en la que hay merluza, lubina y doradas no de acuicultura y razonablemente frescas resulta todo un acontecimiento, que compartes con la parroquia, porque es un tipo de conocimiento apreciado.
Yo vengo compartiendo últimamente mi hallazgo de La Gamba, en el barrio bruselense de Saint Gilles, cerca de La Barrière, a poco más que un tiro de piedra de la Porte de Hal. Es el reino de Angelines, o María de los Angeles, como la conocen los belgas, que son muy ceremoniosos.
A La Gamba la aprovisionan desde París, desde el famoso mercado del Rungis, uno de los grandes puertos pesqueros del universo mundo, a razón de tres camiones por semana. El género es estupendo; da lo mismo para el horno que para una barbacoa y te quedas francamente bien después de haberte metido medio kilo de lubina entre pecho y espalda. Y más barato que en España.
Ángel y María de los Ángeles fundaron La Gamba en 1973. Habían llegado a Bélgica en los Sesenta, con la emigración del carbón y los hornos altos. Antes, a comienzos de siglo, hubo otra emigración de españoles a Bélgica, que llaman “la del arroz” porque se nutrió sobre todo de valencianos. Prosperaron mucho, y hay algunos comercios en Amberes que son conocidos y muy apreciados.
La emigración de las minas se fue filtrando por la porosa piel de Bélgica. Muchos se quedaron en Valonia, donde estaban el carbón y las siderurgias, pero otros se vinieron a Bruselas cuando aquello se acabó. Poblaron las inmediaciones de la estación de Midi, donde ahora están los magrebíes que se han apropiado del mercado de fruta y plantas de los domingos que antes llevaban los españoles. Había muchos bares y restaurantes españoles en el Midi. Los domingos, cuando ibas por allá buscando unas fabes, veías a aquella gente en su mundo. Las niñas con trajes de encaje, medias blancas de calados y un lazo en el pelo. A la izquierda.
Ángel y Angelines hicieron lo del pescado. Otros españoles también, pero a unos les terminaron comprando los negocios los marroquíes, como Alí, y otros perdieron la personalidad cuando pasaron a manos de la siguiente generación, que casi no habla español y los peces los entiende a la belga.
No es el caso de Angelines, que sigue al pie del cañón, vendiendo pescado que huele a pescado, es decir, bien. No como esas otras tiendas que venden viejo y huele mal. Como lo hace con una gran dignidad y es amable con todo el mundo la están sacando en periódicos y revistas. Ella echa de menos a Ángel, que ya no está. “Esto era su vida, ¿sabes?” me cuenta, después de decirme que una profesora vino el otro día para comprar peces y mariscos que enseñar a sus alumnos en Alemania, porque no los conocen. Pobre gente.
Me acuerdo de Ángel. Estaba orgulloso de su pescado. “¡Y tengo 19 embajadas en la lista!”, me decía, para significarme el aprecio del mundo diplomático, que tiene el pico fino, por su comercio.
A María de los Ángeles habría que darle una medalla por la difusión de una cierta cultura culinaria. Pero pronto, antes que los franceses nos ganen por la mano y la festejen por dejar tan alto el prestigio del Rungis
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