Demasiada
gente está formulándose estos días la pregunta equivocada. ¿Qué pasaría, se
dicen, si Grecia abandonara el euro? Yo creo que lo que hay que preguntarse es,
más bien, lo que sucedería si Alemania firmara la defunción de la moneda única.
La
llegada de François Hollande al poder en Francia ha sido interpretada por amplios
sectores de opinión como la quiebra de tándem franco-alemán y la relajación de
las políticas de austeridad en la eurozona. Tal percepción resulta de un
análisis de la situación erróneo y de otro de cálculo aún más importante.
Las
políticas de austeridad que Berlín está imponiendo a los miembros de la moneda
única son el estricto resultado de los equilibrios básicos sobre los que se
sustenta el euro. Es historia ya sabida que la moneda única la reclamaron los
franceses y los alemanes sólo asumieron la demanda cuando les fueron aceptadas
las estrictas condiciones que exigían para ponerla en marcha. Buena parte de ellas
estaban relacionadas con las prioridades del instituto emisor de dicha moneda,
el Banco Central Europeo.
En
la idiosincrasia del pueblo alemán, y de sus estamentos dirigentes, está
profundamente arraigado el rechazo a la hiperinflación
de los años 20 del pasado siglo, que tuvo una expresión más moderada al término
de la Segunda Guerra Mundial. Ambas arruinaron a los alemanes que habían
sobrevivido a las dos grandes guerras. Cuando Angela Merkel, en el riguroso
cumplimiento de las normas definidas
para el funcionamiento del euro, se opone a políticas monetarias expansivas, en
un entorno inflacionario por la evolución de los precios energéticos, no está
haciendo otra cosa que defender el Deutsche Mark, al que, en Alemania llaman
euro y cada una de cuyas unidades vale, exactamente, dos marcos.
De
la misma manera, cuando Alemania exige a Grecia un rigor en políticas y
comportamientos que nunca se han encontrado presentes en los hábitos de aquél
país, está defendiendo la solvencia del marco alemán.
Francia
arrastra un pecado original en la Unión Monetaria que nunca ha reconocido y que
con Hollande pasará aún más inadvertido: que vive por encima de sus
posibilidades y que no tiene intención de renunciar a ello. Una simple mirada a
las curvas que les adjunto les permitirá constatar que los presupuestos
franceses han mostrado siempre déficit y que el objetivo central del Pacto de
Estabilidad, el equilibrio presupuestario, no ha entrado nunca en los cálculos
de París. Salvo quizás en los meramente retóricos. No así en los de Madrid, que
desde el lanzamiento del euro, y hasta 2007, ha mantenido sus cuentas en franca
proximidad con el déficit “cero”, si no abiertamente en superávit.
El
nuevo presidente francés parece tener una cosa clara: que con la austeridad del
Pacto de Estabilidad (al que precisamente Francia ya le añadió la “C” de
“Crecimiento”, por lo que su acrónimo se escribe “PEC”) no puede mantener los
niveles de gasto que necesita para que su electorado no perciba mermas
significativas en el denominado “Estado del bienestar”. De ahí que haya hablado
en campaña de paquetes de inversión fresca
de 30.000 millones, entre otras alegrías.
El
problema es que Francia no tiene ese
dinero, ni posibilidad de presupuestarlo a déficit por las limitaciones del
PEC.
O
sea que, una de dos: o François Hollande incumple sus compromisos electorales
–lo más probable-, o Alemania termina viéndose abocada a elegir entre el euro y
el marco alemán, que es el escenario al que invariablemente nos conduciría una
Francia alineada con la “volatilidad” (dichosa palabreja) del sur europeo. Esa
es la pregunta correcta: si Francia pondrá a los alemanes en esa disyuntiva.