Real Time Web Analytics Bruselas10: abril 2013

sábado, 27 de abril de 2013

Áspera austeridad

Gráfico: F. Pescador



Se ha instalado sólidamente estos días en nuestro horizonte de certidumbres la idea de que el periodo de restricciones presupuestarias está llegando a su fin. El reciente –inédito e inesperado- llamamiento de José Manuel Durao Barroso a la reconsideración de la austeridad, planteando la necesidad de un refrendo “político y social” para estos sacrificios entre las poblaciones concernidas, se enmarca en un clima de críticas al modelo, fuertemente alentadas por la constatación de que un pretendido soporte intelectual de estas políticas, el célebre informe Reinhard-Rogoff, estaba basado en premisas falsas.

Mucho me temo que la austeridad va a continuar, pues, contra lo que se está escuchando estos días, su enunciado original no es científico sino político y enraíza en el núcleo principal de la Unión Monetaria europea, que no está sometido a revisión o crítica fundamentada.

Los dos elementos centrales de la Unión Monetaria, de la que se deriva el euro, son el déficit presupuestario máximo del 3% del PIB y un nivel de deuda pública que no puede superar el 60% de esa magnitud. Se ha especulado mucho sobre las razones de estos porcentajes. El del déficit presupuestario  tiene una evidente carga ideológica de orden monetarista; el de deuda es más difícil de comprender. Su explicación histórica más plausible es que fue asumido porque Alemania y Francia lo respetaban cuando fueron definidos los criterios de Maastricht y el resto de los candidatos a la moneda única, salvo Bélgica e Italia, no estaban lejos de lograrlo, (España, en 1999, la cifraba en el 62,4% del PIB). Tradicionalmente se ha interpretado esta magnitud con una mayor benevolencia que la del déficit presupuestario. La obligatoriedad de respetar el 60% fue sustituida informalmente, a finales de los 90, por una “tendencia a la reducción de la ratio”, a fin de que, precisamente,  Bélgica e Italia, ambos países fundadores de la CEE, no quedaran fuera de la moneda única

Cuando la Unión Monetaria fue puesta en marcha, en 1999, la deuda media de la Eurozona (a diecisiete) estaba situada en el 71,7 por ciento del PIB.  Bélgica, (113,6%) e Italia (113,1%) tiraban del porcentual hacia arriba. En 2012, tras la crisis financiera, la deuda pública de los 17 socios de la moneda única se sitúa en el  90,6% del PIB y no tiene visos de disminuir, sino acaso de aumentar. A España, las últimas previsiones económicas de la Comisión europea le vaticinan un 101% de deuda en 2014; será del 95,2% en el conjunto de la Eurozona.

Reinhardt y Rogoff promovieron un gran debate internacional al establecer en 2010, sobre la base de una muy larga serie estadística que cubría el periodo 1945-2009, que a partir del 90% de deuda pública, el crecimiento económico de un país se veía afectado por una desaceleración que podía oscilar entre el -0,1% en media y el 1,6 en mediana. Esa “asociación” de circunstancias según los autores del informe, a las que nunca reconocieron como una vinculación de causa y efecto,  fue utilizada profusamente por los promotores de la austeridad presupuestaria, el ministro Schauble y el comisario Rehn entre otros, para justificar las estrecheces impuestas a las economías excesivamente recalentadas antes de la crisis. La desautorización del planteamiento estos días atrás por otros economistas debería llevar a la revisión de las restricciones en curso, dicen los críticos con la política de austeridad, como si esta fuera la consecuencia de aquel.

No es así, como hemos visto más arriba, pero en el orden científico no sólo son Reinhardt y Rogoff los que advierten de los peligros para el crecimiento de la acumulación de deuda pública. Cecchetti, Mohanty y Zampolli, por ejemplo, tres economistas del Banco de Pagos de Basilea, concluyeron en septiembre de 2011, utilizando series estadísticas y metodologías diferentes de las de R-R, que a partir de un determinado nivel, la deuda se convierte en un lastre para el crecimiento. En el caso de la deuda gubernamental, el porcentaje definido es el 85% (“The real effects of debt” , BIS Working Papers nº 352, está aquí: http://www.scribd.com/doc/138317976/The-real-effects-of-debt.).


El hecho, incontestable, de que a partir de determinados niveles de deuda el crecimiento de un país resulta lastrado, aunque los niveles de gradación sean cuestionables, y la evolución que los niveles de esa deuda están siguiendo en España y en la Eurozona, permiten concluir que los esfuerzos para sanear las finanzas públicas españolas no van a concluir en 2016, nueva fecha definida para el retorno del déficit presupuestario por debajo del 3% del PIB.

sábado, 13 de abril de 2013

'Smog' y palmeras



Los acontecimientos de estos últimos días están extendiendo entre la opinión pública la desasosegante sensación de que en nuestras modernas y sofisticadas sociedades la virtud fiscal está reservada a los pobres, pues los ricos cuentan con medios sobrados para escapar al impuesto. Habríamos avanzado poco desde la época feudal, cuando los siervos de la gleba estaban en el mundo para aprovisionar graneros y ejércitos de los poderosos, a los primeros con cosechas y a los segundos con hijos. La profesionalización de los ejércitos nos ha librado de la segunda gabela; la primera sigue plenamente en  vigor.

Me refiero, por supuesto, a esa gigantesca filtración de datos que ha difundido parcialmente un grupo de periódicos, el “Offshore Leaks”, según la cual un buen mazo de supermillonarios, originarios de 170 países, tendría regados por los distintos “paraísos fiscales” del planeta, ocultos al recaudador, entre 21 y 32 billones de dólares (el “trillion” anglosajón). Los activos gestionados por los 50 bancos privados más importantes de esos paraísos fiscales habrían pasado de 5,4 a 12 billones en el corto lapso de cinco años, de 2005 a 2010, es decir, en plena crisis. La Tax Justice Network cifra en 860.000 millones de dólares el beneficio reportado por esos activos, sobre una estimación de 11,5 billones, es decir un retorno del 7,5%.

El “Offshore Leaks” tiene, a falta de concreciones sobre esa masa de defraudadores, el mérito de dar un  contorno actualizado a un problema mayor, que los gobiernos del planeta no han querido resolver: el de los paraísos fiscales. En la Unión Europea se viene hablando del asunto desde comienzos de los años 90, cuando la liberalización de los movimientos de capitales a corto plazo cobró carta de naturaleza, pero los miles de horas dedicados a explorar vías por las que atajar el fenómeno se han estrellado sistemáticamente con la broca oposición del Reino Unido, vinculado a buena parte de esos negocios financieros “offshore”. Luxemburgo y Austria, territorios también parcialmente opacos al flujo de informaciones fiscales, han participado activamente en el boicot (Bélgica hasta 2010) pero su protagonismo en el tinglado descubierto estos días es relativamente menor. Y Suiza y, más encubiertamente Estados Unidos, también.

Lo que se ha podido vislumbrar a través de estas filtraciones es que la City londinense, lugar de graves escándalos y abusos financieros, ha establecido una red tentacular para captar el dinero negro del planeta y gestionarlo a espaldas de las administraciones tributarias concernidas. Las Islas Caimán, por ejemplo, territorio bajo administración británica, administran 1,4 billones de dólares, frente a los 5.670 millones de la City. Lo hace, sin embargo, con 3.650 personas, frente a los 360.000 de la City, según datos del Banco de Pagos de Basilea citados por prensa francesa semanas atrás, lo que lleva a pensar que la verdadera gestión de ese dinero la realiza el núcleo británico de las finanzas londinenses.

Pero en los paraísos fiscales, a la caza del dinero negro del planeta, están todos los que pueden: bancos franceses, alemanes, españoles… Nadie quiere perderse su parte del festín.

Y, puesto que la estructura financiera está ya allí, con toda su disimulación desplegada, de ella no sólo se aprovechan los muy ricos; también lo hacen las empresas, que crean sociedades a través de entidades interpuestas desde las que facturan, por ejemplo, gastos de márquetin y otros, desmesurados, a sus centrales fiscalmente reconocidas, con lo que reducen fraudulentamente el margen de beneficio y el impuesto devengado.

Cualquier aproximación seria al reparto equitativo de las cargas fiscales en nuestras sociedades pasa, necesariamente, por un saneamiento del cáncer financiero internacional que suponen los paraísos fiscales. Europa lleva 20 años diciendo que va a hacerlo y ahora el G20 también, pero los avances son ridículos: atañen sólo a los particulares que perciben intereses de una serie corta de productos financieros.

Como a los siervos de la gleba, los gobiernos europeos podrán continuar exigiendo que les llenen los graneros, pero su autoridad moral no será mucho mayor que la que esgrimía el señor feudal sobre sus súbditos. No, mientras desde el “smog” londinense, del de París o del de Berlín, se salte con tanta despreocupación y alegría a los palmerales caribeños, o las torvas islas anglonormandas del Canal.

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