Real Time Web Analytics Bruselas10: octubre 2007

domingo, 7 de octubre de 2007

A Vueltas con el Vinilo


La verdad es que nunca llegaron a irse del todo, pero estos días experimentan un retorno en tromba: los vinilos, los viejos discos de 33, 45 y 78 revoluciones por minuto están otra vez de moda.
En la era del mp3 y cuando las grandes multinacionales de la electrónica y la música (que suelen ser las mismas), nos amenazan con nuevos formatos que harán inútiles los aparatos que con tanta fatiga hemos alcanzado a instalar en el salón, resulta que las viejas galletas de microsurcos son, según los puristas, el no va más de la calidad de sonido.
Por lo visto, los CDs transmiten una especie de estrés al interpretar los “unos” y “ceros” a los que la música, con todos sus matices, se ve reducida en los discos de 12 centímetros. Es algo relacionado con una cosa que llaman “convertidor digital-analógico” que traduce números en impulsos eléctricos y que después, una vez tratados por el amplificador, van a parar a los altavoces. Hay “convertidores” que llegan a restituir muy bien el sonido, pero son extremadamente caros. Háganse una idea: 22.000 euros para el lector, 4.000 ó 5.000 para el convertidor. Más el amplificador, de otros 20.000, más los altavoces, de unos 30.000 euros. Las vibraciones de la aguja en el fondo del microsurco, en cambio, no generan ningún estrés electrónico y la música fluye natural hasta nuestros oídos.
Bueno, natural, natural… Hay que ver los nuevos tocadiscos que extraen hasta la quintaesencia del microsurco: parecen refinerías, con poleas y contrapesos para el brazo que sustenta a la aguja lectora en su cápsula, motores separados del plato (que pesa un montón de kilos para que la fuerza de la inercia esté perfectamente equilibrada) a fin de no “parasitar” la lectura del disco, tensores diversos para variar el grado de inclinación de la aguja, y así…
Y hay que ver a los amantes del vinilo en acción. Son como aquellos fumadores de pipa para los que fumar formaba parte –y era indisociable de- todo un ritual: se calzan guantes de lino para no dejar huellas en el disco, inclinan la testuz para verificar que la aguja está, efectivamente, sobre el borde del disco y le dan a la palanquita que activa el mecanismo hidráulico gracias al cual el artilugio se posa sobre el disco con una presión de gramo y medio. No más, ni tampoco menos.
Y a la media hora, vuelta a empezar porque los vinilos tienen dos caras.¿Se acuerdan? La generación del mp3, la que lleva miles de canciones en una caja de cerillas mejorada, difícilmente podrá comprender que hubo un tiempo en el que la música venía repartida en “caras”, la “A” y la “B” en la escuela clásica, y la “1” y la “2” en la de los rompedores. Pero fue así.
Y vuelve a ser. En Bruselas, ciudad de funcionarios y empleados de multinacionales bien pagados, gente de posibles en fin, hay un mercado para el vinilo. Por el Boulevard Anspach, cerca del edificio de la Bolsa, el trasiego es enorme. De un lado vienen los chavales del mp3 con la herencia que han recibido del abuelo o el padre fallecido recientemente, para liquidarla y comprarse un Ipod, y del otro los que tienen instalada la refinería esa en el salón. Y todos se van tan contentos. El chaval a la Fnac, a por su Ipod, y el melómano con un saco de discos de a 5 euros la pieza.
Luego hay que quitarles el polvo y la estática a los vinilos. Un poco de agua tibia y jabón neutro hacen maravillas, pero hay también máquinas limpia discos que funcionan como lavadoras. Otros tropecientos euros que sumar a la factura.
Corren leyendas de melómanos desmesurados, la mayoría de ellos japoneses, que tienen instalaciones de lectura de vinilos imposibles de imaginar, con altavoces gigantescos encastrados en bloques de cemento armado, en locales aislados del mundanal ruido para mejor dejarse envolver por el tremendismo de Wagner.
Pero el trapicheo de Anspach es, normalmente, ajeno a esas sofisticaciones. La gente busca su música porque –y esa es la principal perversión de las sociedades de autores-, la música también es de quien la oye, no sólo de quien la compone o interpreta. Menos de quien la administra. El lugar, el momento, la compañía, la circunstancia personal en fin, son claves en la apropiación que realizamos de “nuestra” música.
Por eso, Anspach es, primero y por encima de todo, un enorme cementerio de emociones, en el que reposan, ordenadamente apiladas, las ensoñaciones de aquella señora que adoraba a Dean Martin o a Harry Belafonte, o las levitaciones de aquel señor que se sentía transportado por la música de órgano. A la una y el otro sus respectivos vástagos los han terminado arrumbando en una estantería de saldos, al lado del edificio de una Bolsa en la que se trafica con títulos electrónicos, porque el papel ya no es exigible. La verdad siempre se negocia en el universo de lo intangible.
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