Bélgica tiene una serie de patentes de marca que la identifican por encima de la fronda política del reino, que es espesa como el chocolate.
Gente recia, estas mujeres belgas a los que los maridos abandonan…
Pues el caso es que el chocolate está otra vez de moda en Bélgica. Después de haber regado el mundo de tiendas Neuhaus, Godiva, Leónidas, Callebaut, Marcolini o Côte d’Or, las zonas turísticas de la ciudad están viendo abrirse escaparates que exhiben fuentes de chocolate líquido, con más capacidad adherente para la curiosidad de los viandantes que las tiras de papel atrapamoscas. En el interior, la gente escoge lo que quiere, se lo pesan (y pesan un demonio esas piezas, 3no sé qué le meten al chocolate), y allá se va el personal, a ver el Manneken Pis con un cucurucho que parece de castañas, pero que lleva dentro otras delicias.
Por cierto que las cajas de bombones son un invento belga. Empezaron a embalar el género así a comienzos del siglo pasado porque en los cucuruchos, los delicados pralinés se les aplastaban.
En España la cocina, antes de entregarse a las pastas y la pizza, que dan mucho más margen comercial que la merluza o el chuletón de Villagodio, está cultivando la cultura del pincho, escrito pintxo, que está rico y que no consume mucho género caro en la elaboración. Pues en Bélgica están con los pintxos de bombón. Marcolini, que fue hace poco más de 10 años campeón del mundo de pastelería y que antes de emanciparse trabajó en Wittamer, proveedora de la Casa Real, fundó su triunfo en el praliné de 8 gramos. Nada más que 8 gramos de aromas, perfumes, texturas y presencias sutiles.
A los grandes templos de la chocolatería belga se los reconoce enseguida por la cantidad de japoneses que atraen. Y eso que el producto no mana líquido de una fuente o una cascada artificial en sus escaparates, como sucede en las inmediaciones de la Grand Place. Pero con esto de que a los caprichosos neoyorquinos, los árabes del reloj de oro y los manirrotos de Tokio los pralinés belgas les van, la visita les resulta obligada a todos ellos cuando vienen a la metrópolis del bombón. Los árabes y los neoyorquinos van de pocos en pocos, o hasta solos y en pareja, de modo que pasan inadvertidos, pero los japoneses se presentan en manada, y con un guía al frente que enarbola un paraguas a guisa de ancla visual para que nadie del grupo se pierda y resultan la mar de aparentes. Además, compran un montón de cosas y se las van mostrando unos a otros entre parloteos incomprensibles mientras no pierden de vista al del paraguas. Se les nota mucho, pero tampoco les importa.
Hace pocas semanas abrieron un local de una de las grandes marcas belgas de chocolate en un enclave de lujo de la ciudad. Está al lado de un concesionario de Mercedes. El chocolatero tiene más clientes. Posiblemente por la variedad: es más difícil cambiar la serie de limusinas que darle otro rizo al penacho del praliné. Y eso que hay bomboneros belgas que se han aliado con floristas de reputación para crear series florales de sus productos. O con calígrafos japoneses para introducir motivos Kaori en sus creaciones. Si es que lo de las manadas y el paraguas tiene su explicación.
Por detrás gran chocolate belga de glamour está la producción artesanal de mi amiga del extrarradio, que todavía no atrae a japoneses, árabes o neoyorquinos.
Afortunadamente.