La nacionalización de YPF era previsible. El paso dado por
el gobierno de Cristina Fernández parecía hace tiempo inevitable y la voluntad
política de darlo había sido manifestada con mayores o menores ambigüedades desde
el mandato del anterior presidente argentino, Néstor Kirchner, difunto esposo
de la actual ocupante de la Casa Rosada. Sólo ha hecho falta esperar a una
conjunción de circunstancias para que la operación adquiriera carta de
naturaleza. La pérdida de liderazgo de las grandes empresas petrolíferas
multinacionales en la batalla por la explotación de los nuevos yacimientos y el
confuso momento político y económico que vive Europa, en el que España se desenvuelve
con mayor debilidad relativa por sus problemas específicos, han creado el caldo
de cultivo para que germinara la deformidad. El desbarajuste económico y social
argentino, en aceleración exponencial, ha terminado por precipitar los
acontecimientos.
En el orden práctico, la decisión argentina pone a Repsol, y
a España en su conjunto, en una situación complicada. La multinacional pierde
una parte muy significativa de sus reservas (casi la mitad y más de una cuarta
parte de su beneficio de explotación) y se ve enajenada de unas posibilidades
de futuro brillantes, a través de los hallazgos de hidrocarburos no
convencionales en el enclave argentino de Vaca Muerta. España, por su parte, se
ve privada de la “profundidad energética” que la proyección de Repsol en la
república suramericana le proporcionaba. En la lucha sin cuartel por los
recursos energéticos, todos los grandes del planeta tienen sus piezas sobre el
tablero y a España, en este lance le han comido un alfil.
Inevitablemente, los ojos de las autoridades políticas y
económicas españolas se han vuelto hacia el entorno asociativo del país, en
busca de apoyo. Los resultados han sido magros: declaraciones contundentes,
aunque genéricas, de Barroso, Asthon y una reclamación voluntarista de
sanciones comerciales por parte de la Eurocámara, configuran el desleído
ramillete de las solidaridades acopiadas. El contundente respaldo británico,
los interesados de México y Bolivia y el renuente de Estados Unidos, completan una
panoplia de apoyos de la que, ciertamente, el Gobierno español no puede darse
por satisfecho. Pero no hay mucho más margen para reacciones concretas en el
corto plazo. La reclamación de responsabilidades ante la Organización Mundial
de Comercio es inviable por la naturaleza de la materia controvertida y es muy
poco probable que la UE se embarque en una guerra comercial con Argentina por
la trapacería de YPF. La privación a la Argentina del Sistema de Preferencias
Generalizadas que la UE otorga a sus socios comerciales, reclamada por el
Parlamento europeo, parece poco realista y tendría repercusiones negativas en
la propia Europa.
Otra cosa es el medio y el largo plazo. Ahí, Argentina
pierde. No sólo ya porque la renacionalización de YPF constituya un paso más en
una deriva proteccionista, la adoptada por el gobierno de Cristina Fernández,
contradictoria por principio con sus imperiosas necesidades de capitales
internacionales para financiar el despegue del país, sino porque hay todavía
mucha historia por escribir en las relaciones de aquella república con Europa y
España no va a engrasar el proceso, como había venido haciendo hasta ahora.
Todo ello sin contar con que Cristina Fernández y sus
asesores marxistas han dado el paso que más ahuyenta a los capitales
internacionales, la nacionalización de una empresa, precisamente cuando más los
necesitan. “Nadie, en el buen uso de sus facultades mentales, invertiría ahora
en Argentina”, ha dicho Felipe Calderón, presidente de México.
¿Nadie? Argentina ha puesto en marcha una amplia campaña de charme para embarcar a nuevos socios en
sus aventuras. Esta semana ha habido reuniones con la brasileña Petrobras, la
actual las habrá con la francesa Total y China se mantiene tras el telón del
foro, esperando la oportunidad para saltar a escena. El mundo del petróleo es
el del riesgo por excelencia. Todo consiste en cifrar el sobrecosto por la
precariedad jurídica que ha demostrado Argentina, y exigirlo.
El
negocio que han diseñado Cristina Fernández, su hijo Máximo y el vicesecretario
de Economía, el ya célebre Axel Kicillof, puede muy bien no dar los réditos
esperados y sus resultados ser infinitamente peores para el país que los
cosechados de Repsol, empresa a la que, además, tendrán que indemnizar con
cantidades a definir en el largo litigio que se anuncia. Por desgracia para Argentina.
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