Real Time Web Analytics Bruselas10: El Estado derrochón

sábado, 18 de mayo de 2013

El Estado derrochón



Jacques Chirac solía decir, cuando le preguntaban por el excesivo costo del Estado francés y la (ya durante su doble mandato presidencial) generalizada huida de millonarios galos a territorios fiscalmente más benévolos que el de esa República, un “que se vayan de Francia, que dejen de ser franceses”. Y lo decía con desprecio, como si para él, ser francés fuera la suma de todos los desiderata de este mundo en el que vivimos, y quienes escapaban de sus cargas no resultaran merecedores de la condición.

Me venía esta anécdota a la memoria el otro día, al leer el comentario que un conocido jurista había realizado del trabajo que publiqué días atrás, sobre las cargas fiscales que soportan los individuos en nuestras sociedades desarrolladas. El susodicho comentario era una reacción “visible” a mi trabajo; otras me habían sido hechas constar por correo electrónico. De entre estas últimas, destacaría las que hacían notar la necesidad de “construir” el Estado del bienestar, sobre bases, presumo, de índole igualitaria. Las crecientes cargas fiscales serían imprescindibles en esta aventura, llamada, por lo visto, a consumir los mejores esfuerzos de nuestros dirigentes.

Soy de los que pienso que la función que le corresponde desempeñar al Estado en nuestras sociedades es la de crear las condiciones para que los ciudadanos puedan procurarse su bienestar; no que los interlocutores –por desgracia casi únicos- del Estado con la sociedad, los políticos, definan y establezcan directamente las condiciones de ese bienestar. Demasiadas veces he podido constatar cómo el amplio universo de lo que se denomina, en general, el dinero público, y de las pretendidas “socialmente orientadoras” subvenciones que se nutren de él, conducen demasiado frecuentemente a la perversión de los fundamentos democráticos de la sociedad, a través de la corrupción y de la generalización de las redes políticas clientelares, si no al derroche arbitrario de costosos recursos económicos. Y no sólo en España. Chirac era corrupto y fue condenado por ello, lo que no le impedía menospreciar a quienes huían de la voracidad fiscal de un Estado cuyo costo se había vuelto exorbitante, entre otras cosas, y por ejemplo, porque el propio presidente de la República, en su mandato previo como alcalde de París, se había dedicado a colocar “a dedo” a los amigos en la institución que presidía.

Lo que me lleva a las reflexiones del jurista sobre el costo del Estado y su manera de medirlo. Molesta a ese ensayista la utilización que para ello hago de la figura de los “días trabajados para el Estado”, que considera "falaz en su planteamiento". Argumenta que, en realidad, es para nosotros mismos para quienes trabajamos cuando pagamos nuestros impuestos, pues adquirimos derechos sobre prestaciones del Estado en presente (enseñanza, sanidad, seguridad) y a futuro (pensiones, tratamiento y asistencia en caso de necesidad urgente) etc. Las sociedades, además, crean las condiciones necesarias para que los individuos se desarrollen, en lo económico como en lo intelectual.

Nada que objetar al razonamiento, aunque me suene mucho a aquello de “Hacienda somos todos”, que los malévolos apostillaban con lo de “pero unos más que otros”. Las ideas suelen ser maravillosas, pero la constatación empírica de a lo que conducen suele ofrecer el contraste del que sale la síntesis orientadora para la acción futura. Porque lo que mi crítico no pondera es el costo de las prestaciones del Estado, que es donde está la clave de la cuestión. Cuando el gasto público se dispara, como ha sucedido en España estos últimos 30 años, convendría medir la relación inherente entre costos y beneficios, pero ninguno de nuestros dirigentes está dispuesto a someter los resultados de su acción política a las mismas técnicas de “benchmarking” que se le exigen a la iniciativa privada para evolucionar en nuestro difícil entorno globalizado. Es decir, que no sabemos si lo que se nos ofrece podría lograrse a un menor costo. Que seguro que sí.

Además, nuestra aportación a las necesidades del Estado no nos garantiza unos derechos cuantificados. Quienes acaban de llegar al mercado laboral desconocen si lo que hoy se les descuenta, a fin de subvenir a las necesidades del Estado, servirá para ofrecerles una cobertura de pensiones públicas al término de su vida profesional. Y los que estamos a punto de dejarla no tenemos nada claro lo que vamos a encontrar. ¡Si parece que estuviéramos ante un esquema Ponzi!
Existen maneras para medir la presión fiscal. La más común de ellas es la del porcentaje sobre el PIB. Pero yo he utilizado en dos ocasiones el modelo de “días trabajados para el Estado” buscando un índice comprensible.

Naturalmente, este género de equilibrios serían innecesarios si quienes tienen la información real sobre el conjunto de las cargas fiscales existentes, es decir, los políticos, la divulgaran. Pero no lo hacen, como tampoco dicen, exactamente, a qué responde la monstruosa deuda pública que soportamos. Por ejemplo, el 10 de septiembre de 1997, el entonces ministro de Industria, Josep Piqué, reconoció públicamente (¿un desliz?) que los compromisos asumidos por la extinta Agencia Industrial del Estado con los 40.000 trabajadores que habían perdido sus puestos de trabajo en los diferentes procesos de reestructuración (siderurgia, carbón, defensa, naval) ascendían a 1,25 billones de las extintas pesetas, o 31,2 millones de pesetas por trabajador. El pasivo resultante no se enjuagaría de todo, dijo, hasta 2065.

Lo dicho: datos y el benchmarking en la Administración, y después filosofamos.

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