Jacques Chirac solía decir, cuando le preguntaban por el
excesivo costo del Estado francés y la (ya durante su doble mandato
presidencial) generalizada huida de millonarios galos a territorios fiscalmente
más benévolos que el de esa República, un “que se vayan de Francia, que dejen
de ser franceses”. Y lo decía con desprecio, como si para él, ser francés fuera
la suma de todos los desiderata de este mundo en el que vivimos, y quienes
escapaban de sus cargas no resultaran merecedores de la condición.
Me venía esta anécdota a la memoria el otro día, al leer el
comentario que un conocido jurista había realizado del trabajo que publiqué días atrás, sobre las cargas fiscales que soportan los individuos
en nuestras sociedades desarrolladas. El susodicho comentario era una reacción
“visible” a mi trabajo; otras me habían sido hechas constar por correo
electrónico. De entre estas últimas, destacaría las que hacían notar la
necesidad de “construir” el Estado del bienestar, sobre bases, presumo, de índole
igualitaria. Las crecientes cargas fiscales serían imprescindibles en esta
aventura, llamada, por lo visto, a consumir los mejores esfuerzos de nuestros
dirigentes.
Soy de los que pienso que la función que le corresponde
desempeñar al Estado en nuestras sociedades es la de crear las condiciones para
que los ciudadanos puedan procurarse su bienestar; no que los interlocutores
–por desgracia casi únicos- del Estado con la sociedad, los políticos, definan
y establezcan directamente las condiciones de ese bienestar. Demasiadas veces
he podido constatar cómo el amplio universo de lo que se denomina, en general,
el dinero público, y de las pretendidas “socialmente orientadoras” subvenciones
que se nutren de él, conducen demasiado frecuentemente a la perversión de los
fundamentos democráticos de la sociedad, a través de la corrupción y de la
generalización de las redes políticas clientelares, si no al derroche
arbitrario de costosos recursos económicos. Y no sólo en España. Chirac era
corrupto y fue condenado por ello, lo que no le impedía menospreciar a quienes
huían de la voracidad fiscal de un Estado cuyo costo se había vuelto
exorbitante, entre otras cosas, y por ejemplo, porque el propio presidente de
la República, en su mandato previo como alcalde de París, se había dedicado a
colocar “a dedo” a los amigos en la institución que presidía.
Lo que me lleva a las reflexiones del jurista sobre el costo
del Estado y su manera de medirlo. Molesta a ese ensayista la utilización que
para ello hago de la figura de los “días trabajados para el Estado”, que
considera "falaz en su planteamiento". Argumenta que, en realidad, es
para nosotros mismos para quienes trabajamos cuando pagamos nuestros impuestos,
pues adquirimos derechos sobre prestaciones del Estado en presente (enseñanza,
sanidad, seguridad) y a futuro (pensiones, tratamiento y asistencia en caso de
necesidad urgente) etc. Las sociedades, además, crean las condiciones
necesarias para que los individuos se desarrollen, en lo económico como en lo
intelectual.
Nada que objetar al razonamiento, aunque me suene mucho a
aquello de “Hacienda somos todos”, que los malévolos apostillaban con lo de
“pero unos más que otros”. Las ideas suelen ser maravillosas, pero la
constatación empírica de a lo que conducen suele ofrecer el contraste del que
sale la síntesis orientadora para la acción futura. Porque lo que mi crítico no
pondera es el costo de las prestaciones del Estado, que es donde está la clave
de la cuestión. Cuando el gasto público se dispara, como ha sucedido en España
estos últimos 30 años, convendría medir la relación inherente entre costos y
beneficios, pero ninguno de nuestros dirigentes está dispuesto a someter los
resultados de su acción política a las mismas técnicas de “benchmarking” que se
le exigen a la iniciativa privada para evolucionar en nuestro difícil entorno
globalizado. Es decir, que no sabemos si lo que se nos ofrece podría lograrse a
un menor costo. Que seguro que sí.
Además, nuestra aportación a las necesidades del Estado no
nos garantiza unos derechos cuantificados. Quienes acaban de llegar al mercado
laboral desconocen si lo que hoy se les descuenta, a fin de subvenir a las
necesidades del Estado, servirá para ofrecerles una cobertura de pensiones
públicas al término de su vida profesional. Y los que estamos a punto de
dejarla no tenemos nada claro lo que vamos a encontrar. ¡Si parece que
estuviéramos ante un esquema Ponzi!
Existen maneras para medir la presión fiscal. La más común
de ellas es la del porcentaje sobre el PIB. Pero yo he utilizado en dos
ocasiones el modelo de “días trabajados para el Estado” buscando un índice
comprensible.
Naturalmente, este género de equilibrios serían innecesarios
si quienes tienen la información real sobre el conjunto de las cargas fiscales
existentes, es decir, los políticos, la divulgaran. Pero no lo hacen, como
tampoco dicen, exactamente, a qué responde la monstruosa deuda pública que
soportamos. Por ejemplo, el 10 de septiembre de 1997, el entonces ministro de
Industria, Josep Piqué, reconoció públicamente (¿un desliz?) que los
compromisos asumidos por la extinta Agencia Industrial del Estado con los
40.000 trabajadores que habían perdido sus puestos de trabajo en los diferentes
procesos de reestructuración (siderurgia, carbón, defensa, naval) ascendían a 1,25
billones de las extintas pesetas, o 31,2 millones de pesetas por trabajador. El
pasivo resultante no se enjuagaría de todo, dijo, hasta 2065.
Lo dicho: datos y el benchmarking en la Administración, y
después filosofamos.
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