Los salarios en España crecieron por encima de la media de la UE hasta bien entrado el año pasado. Gráfico: Fernando Pescador |
El Fondo Monetario Internacional ha sido una vez más piedra de escándalo, al recomendar estos días atrás para España una caída salarial del 10 por ciento en dos años, a cambio de un compromiso empresarial de oferta de empleo.
A la receta le han caído críticas en tromba, como si de una tormenta de verano se tratara. Y es que, en realidad, lo del FMI no es más que eso: una tormenta de verano, motivada por un sobrecalentamiento de la borrasca de la crisis y por el empecinamiento de unos cuantos funcionarios, los del Fondo, en justificar su sueldo.
Todo el mundo sabe que una economía mejora su competitividad si el costo por unidad producida se rebaja. En una unión monetaria como la que tenemos hay dos caminos para lograrlo: aumentar la productividad por empleado (con máquinas mejores, con una organización del trabajo más eficaz) o rebajando directamente el costo de los factores que intervienen en su elaboración, en el caso que nos ocupa el sueldo del trabajador.
El problema –para el FMI, para nosotros-, es que los sesudos analistas de Washington suelen tirar del librillo que escribieron sus predecesores, cuando lo de Bretton Woods, en plena Guerra Mundial, y aplican sus recetas desde la distancia, con una pretendida neutralidad que dista de ser real pues viene impregnada con los aceites de una ideología económica: la liberal (ahora ‘neo’)
Qué duda cabe de que una reducción generalizada de salarios, acompañada de una mayor oferta de empleo, mejoraría la competitividad de la economía española y reduciría el paro, pero mucho me temo que en España ni los sindicatos, ni los empresarios, ni el Gobierno, ni la oposición están en condiciones de cerrar un gran pacto nacional de calado semejante.
¿Y los trabajadores? ¿Aceptarían de grado una mutilación salarial de tanta importancia, en beneficio de las conveniencias de la mayoría? De ninguna manera. En un contexto de restricciones como el que vivimos, con incrementos abultados y mal justificados de costos en infinidad de servicios, y de la fiscalidad, la medida sería percibida como una imposición arbitraria, que tendría traducción inmediata, e inequívoca, en las urnas.
La propuesta del FMI va a ser ignorada, por lo tanto, en el corto plazo. ¿Y en el largo, cuando salgamos de la crisis? La verdad es que ni el Gobierno (sea el que fuere), ni los interlocutores sociales, deberían echar en saco roto la idea de que las mejoras salariales deben estar basadas en parámetros realistas, como la productividad. Dicho lo cual, y de paso, habrá que recordarles a los defensores de este último modelo que, para suscribirlo, un país como España tiene que situar su inflación en línea con la media de los de la UE. No es posible mantener diferenciales de dos puntos con ellos, como en las últimas épocas de bonanza.
Porque la verdad es que vincular salarios e inflación, como se viene haciendo en España tradicionalmente, provoca efectos contradictorios con el interés del país, como lo es el hecho de que a pesar de la crisis, los salarios en España hayan seguido creciendo por encima de la media europea y de la Eurozona hasta el segundo trimestre de 2012 (ver gráfico). En el último trimestre del año pasado, las remuneraciones laborales en España experimentaron una fuerte contracción, pero el primero de 2013 volvían a subir.
Lo del FMI es una tormenta de verano. Las realidades sobre las que sustenta su razonamiento tienen mucho más enjundia para el medio y el largo plazo
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