Iberia atraviesa por
dificultades graves una vez más. Por enésima vez desde la liberalización del
sector, en los 90, la dirección de la empresa y los sindicatos andan
enfrentados a cuenta del futuro de la sociedad y las consecuencias de la
confrontación las van a pagar los clientes. Como siempre. Porque los derrapes
de Iberia los pagan siempre los clientes... o los contribuyentes, que vienen a
ser los mismos. No conviene olvidar que esta prodigiosa empresa, hoy privada,
alcanzó la independencia del papá Estado después de varias inyecciones
cuantiosísimas de capital y de negociaciones muy difíciles con las autoridades
europeas, a fin de situarla en condiciones de competitividad que le permitieran
desenvolverse en el mercado libre con holgura. Antes, ese papá Estado y su
régimen de privilegios y monopolios le había permitido a Iberia, y a sus
empleados, vivir muy largos años cómodamente
instalados muy por encima del arco iris, donde los cielos son azules
como bien cantaba Judy Garland.
Hoy, lo mismo que en los
90, la supervivencia de Iberia es invocada por la Dirección para justificar
recortes de envergadura en la empresa que, sólo en lo que a personal se
refiere, implican 4.500 despidos. “Si no lo hacemos, Iberia desaparecerá”, dice
estos días la Dirección, al tiempo que deja entrever su empeño en “corregir
deficiencias estructurales” que la empresa viene arrastrando desde tiempos
pretéritos.
A mí, que Iberia
arrastre, a estas alturas, “deficiencias estructurales”, me suena a broma mala,
además de cara. Porque se supone que las tales deficiencias habían quedado
detrás, muy detrás, allá a comienzos de la última década del siglo XX, cuando
esta compañía recibió del Estado unos coquetos 120.000 millones (de pesetas)
para poner sus cuentas en orden y comprar aviones con los que lanzarse a la
jungla salvaje de la libre competencia. En 1992, viene al caso recordarlo,
Iberia se comprometió, para hacerse merecedora de aquel dinero, a recortar una
plantilla considerada entonces como “largamente sobredimensionada”.Contaba con
120 aviones y 24.000 trabajadores y la Comisión europea, que era la que tenía
que autorizar la inyección de capital, le reprochaba a la empresa una muy baja
productividad por empleado.
Por ello, Iberia tuvo que
comprometerse a licenciar a 3.300 trabajadores y a recolocar a otros 8.000, con
un objetivo confesado en los papeles que circularon por aquel entonces: mejorar
la productividad un 50 por ciento. Manuel Rodrigo Jimeno, presidente de Viva
Air por aquel entonces y objeto frecuentes de las iras del Sepla, el sindicato de pilotos, denunciaba que la ratio
de personal de Iberia por cada avión de la compañía era de 91,88 personas,
31,88 más de las necesarias si se excluía para el cómputo al personal de
handling y al de mantenimiento pesado.
Aquel chorro de dinero no
fue suficiente y en 1994 la Dirección, igual que ahora, advertía del riesgo de
extinción de la sociedad si no mediaba un acuerdo con los sindicatos para
ejecutar las reformas comprometidas con Bruselas. A finales de año, las
pérdidas acumuladas por la Iberia ascendían a 214.000 millones y la deuda se le
había duplicado. Por ello se hizo imperativo
negociar otra recapitalización de la compañía aérea con Bruselas, y se
hizo en medio de un clima muy hostil pues la Comisión había advertido que la
del 92 sería la última ayuda de Estado que toleraría en Iberia.
La advertencia quedó en
papel mojado y en 1996 Bruselas autorizó dos nuevos tramos de ayudas de Estado
para la empresa, el primero de 87.000 millones y el segundo de 20.000.
La reestructuración de la
sociedad iba a facilitar la corrección de aquellas “deficiencias estructurales”
pero a día de hoy las cosas siguen igual. La plantilla de Iberia, según los datos ofrecidos ahora
por su Dirección, ronda aún los 20.000 trabajadores de los que le sobran 4.500.
Y es que a pesar de las ayudas de Estado de los 80 y los 90, de las promesas de
mejora de la productividad por empleado y de todo el esfuerzo desplegado para
que esa compañía funcione, Iberia sigue siendo un problema. Y una ruina, lo que, dada su historia, debe preocupar a alguien más que a sus accionistas.
Si la inmensa tarea de
recomponer los equilibrios financieros básicos del país no nublara nuestra
percepción, nos sería fácil convenir en nuestra sociedad que lo de
Iberia no es admisible. Un país de 46 millones de personas instalado en la
élite internacional no se puede permitir –no puede consentir- que una empresa
de la talla de Iberia plantee problemas de supervivencia una década tras otra.
En medio del debate internacional sobre la desindustrialización de las
economías desarrolladas, estas fragilidades no son tolerables. Ni España puede
prescindir de un activo de la importancia de Iberia,ni los españoles nos
merecemos el permanente chantaje de una empresa que ha demostrado ser tan
arrogante como incapaz de subsistir por sus propios medios, después de haber dilapidado los nuestros. Alguien tendría que rendir cuentas.
En Bélgica, en 2001, quebró la iberia local, que se llamaba Sabena. Un
análisis desapasionado de aquel desastre industrial demostró que las
responsabilidades del fracaso fueron imputables lo mismo al accionista de
referencia (Swissair, que también quebró) que a los directivos de la propia
compañía, promotores de una expansión de servicios sin bases financieras
suficientes y a los sindicatos, que no habían cedido un ápice en sus
reivindicaciones a todo lo largo de la vida de una compañía que sólo había sido
capaz de generar beneficios en 2 de sus últimos 40 años de existencia.
¿Veremos en España una
sabena-bis?
Vamos camino de un Sabena 2. Se veía venir. Las dos grandes partidas del gasto en Iberia (combustible y personal)son incontralables por motivos diferentes. El petróleo/queroseno hay que comprarlo al precio que marcan los mercados internacionales, con casi 0 margen de negociación y los costes laborales, innegociables hasta el momento con los trabajadores,tendrían que ser la solución, pero uno se teme que hay un nuevo colectivo que camina por voluntad propia hacia el suicidio laboral.
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