En diciembre de 2004, una
cumbre de la Unión Europea acordó ofrecer a Turquía la apertura de
negociaciones de adhesión a partir de octubre de 2005, con la vista puesta en
una entrada del problemático candidato en la estructura de la UE no antes de
2015.
Recuerdo las justificaciones
que alguno de los que habían urdido aquel extraño acuerdo (una “patada hacia
adelante” de más de una década no es cualquier cosa) daba para explicarlo.
Quién sabe cómo será la Unión Europea en 2015, decía con aire enigmático, fuera
de micrófonos, aquella gente.
Había suficiencia en
aquellas previsiones. La suficiencia propia de quien se siente tocado por la
gracia de los dioses. Cuando se le dijo a Turquía aquel “sí, pero más
tarde”, el euro llevaba un par de años
en la calle y era ya percibido como un éxito, la Eurozona crecía al 2,2%
(España al 3,3), su deuda conjunta andaba por el 69%, los déficits
presupuestarios se situaban en un cómodo 2,9 del PIB y el desempleo rozaba el
9% (el 10,6 en España). Había motivos para pensar que el tiempo, y los
esfuerzos combinados de unos y otros, permitirían a Turquía allanar las
distancias que aún la separaban de la UE y a esta misma a diluir desconfianzas
y otras prevenciones.
No podemos menos
que sorprendernos por los resultados de esta mirada atrás. Las cosas han
evolucionado, ciertamente, pero a peor. Europa no se reconoce a sí misma en el
duro proceso de ajuste presupuestario acometido para reconducir los déficits
públicos y sus consecuencias más aparentes ofuscan la capacidad de percepción
de políticos y ciudadanía: el PIB de la UE27 cayó en 2012 un 0,6%, el paro
rondaba ese año el 12% -el 26% en España- y la deuda pública en la Eurozona se
situaba en el 90% del PIB.
Mientras, Turquía sigue ahí,
esperando que suene la campana prometida, pero el tañido sigue sin dejarse oír.
Alemania y Francia, los dos socios comunitarios que, junto con Austria, más se
oponían a la entrada del país euro-asiático en la UE, ha hecho gestos estos
últimos días hacia Ankara. Angela Merkel, que actúa, de facto, como presidenta
de la UE, viajó a finales de febrero a la capital turca y se declaró partidaria
de reanudar las negociaciones, interrumpidas en ocho capítulos fundamentales
desde diciembre de 2006, aunque dejara claro de que la perspectiva de una adhesión
plena del país a la UE no está garantizada; que ella prefiere el acuerdo
preferencial.
Francia por su parte, había
declarado a mediados estar dispuesta a retomar las negociaciones en uno de los
capítulos bloqueados, el de las ayudas a las regiones menos favorecidas.
Hollande se distanciaba así de la política obstruccionista de su predecesor,
Nicolas Sarkozy.
Es muy probable que esos
esfuerzos, nimios, resulten insuficientes para satisfacer a las autoridades
turcas. En el país, según sondeos recientes, las actitudes pro europeas han
caído significativamente. Encuestas llevadas a cabo a finales de enero
mostraban que sólo el 33% de la población es actualmente partidaria de
continuar las negociaciones de adhesión, mientras que casi el 60% prefería olvidar
la perspectiva europea. Y el gobierno islamista de Erdogán, por su parte, da
señales de estar mirando ya a otro lado, a la Organización de Cooperación de
Shanghái, creada en 2011 y de la que
forman parte Rusia, China, Kazajstán,
Kirguizistán, Uzbekistán y Tayikistán. Turquía forma parte de ella desde 2012
como “asociado para el diálogo”.
Erdogán ha dicho que el
grupo de Shanghái le conviene a Turquía y que si se adhiere formalmente a él,
su país dirá formalmente adiós a la UE. En Europa no se concede gran crédito a
esas balandronadas pero si Turquía continúa con su desenganche, ese candidato
problemático a la adhesión se irá por su propio pie y voluntad. Un desprestigio
adicional para la renqueante Unión Europea del esplendor perdido.
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