Los acontecimientos de estos
últimos días están extendiendo entre la opinión pública la desasosegante
sensación de que en nuestras modernas y sofisticadas sociedades la virtud
fiscal está reservada a los pobres, pues los ricos cuentan con medios sobrados
para escapar al impuesto. Habríamos avanzado poco desde la época feudal, cuando
los siervos de la gleba estaban en el mundo para aprovisionar graneros y
ejércitos de los poderosos, a los primeros con cosechas y a los segundos con
hijos. La profesionalización de los ejércitos nos ha librado de la segunda
gabela; la primera sigue plenamente en
vigor.
Me refiero, por supuesto, a
esa gigantesca filtración de datos que ha difundido parcialmente un grupo de
periódicos, el “Offshore Leaks”, según la cual un buen mazo de
supermillonarios, originarios de 170 países, tendría regados por los distintos
“paraísos fiscales” del planeta, ocultos al recaudador, entre 21 y 32 billones
de dólares (el “trillion” anglosajón). Los activos gestionados por los 50
bancos privados más importantes de esos paraísos fiscales habrían pasado de 5,4
a 12 billones en el corto lapso de cinco años, de 2005 a 2010, es decir, en
plena crisis. La Tax Justice Network cifra en 860.000 millones de dólares el
beneficio reportado por esos activos, sobre una estimación de 11,5 billones, es
decir un retorno del 7,5%.
El “Offshore Leaks” tiene, a
falta de concreciones sobre esa masa de defraudadores, el mérito de dar un contorno actualizado a un problema mayor, que
los gobiernos del planeta no han querido resolver: el de los paraísos fiscales.
En la Unión Europea se viene hablando del asunto desde comienzos de los años
90, cuando la liberalización de los movimientos de capitales a corto plazo
cobró carta de naturaleza, pero los miles de horas dedicados a explorar vías
por las que atajar el fenómeno se han estrellado sistemáticamente con la broca
oposición del Reino Unido, vinculado a buena parte de esos negocios financieros
“offshore”. Luxemburgo y Austria, territorios también parcialmente opacos al
flujo de informaciones fiscales, han participado activamente en el boicot
(Bélgica hasta 2010) pero su protagonismo en el tinglado descubierto estos días
es relativamente menor. Y Suiza y, más encubiertamente Estados Unidos, también.
Lo que se ha podido
vislumbrar a través de estas filtraciones es que la City londinense, lugar de
graves escándalos y abusos financieros, ha establecido una red tentacular para
captar el dinero negro del planeta y gestionarlo a espaldas de las
administraciones tributarias concernidas. Las Islas Caimán, por ejemplo, territorio
bajo administración británica, administran 1,4 billones de dólares, frente a
los 5.670 millones de la City. Lo hace, sin embargo, con 3.650 personas, frente
a los 360.000 de la City, según datos del Banco de Pagos de Basilea citados por
prensa francesa semanas atrás, lo que lleva a pensar que la verdadera gestión
de ese dinero la realiza el núcleo británico de las finanzas londinenses.
Pero en los paraísos
fiscales, a la caza del dinero negro del planeta, están todos los que pueden:
bancos franceses, alemanes, españoles… Nadie quiere perderse su parte del
festín.
Y, puesto que la estructura
financiera está ya allí, con toda su disimulación desplegada, de ella no sólo
se aprovechan los muy ricos; también lo hacen las empresas, que crean
sociedades a través de entidades interpuestas desde las que facturan, por
ejemplo, gastos de márquetin y otros, desmesurados, a sus centrales fiscalmente
reconocidas, con lo que reducen fraudulentamente el margen de beneficio y el
impuesto devengado.
Cualquier aproximación seria
al reparto equitativo de las cargas fiscales en nuestras sociedades pasa,
necesariamente, por un saneamiento del cáncer financiero internacional que
suponen los paraísos fiscales. Europa lleva 20 años diciendo que va a hacerlo y
ahora el G20 también, pero los avances son ridículos: atañen sólo a los
particulares que perciben intereses de una serie corta de productos
financieros.
Como a los siervos de la
gleba, los gobiernos europeos podrán continuar exigiendo que les llenen los
graneros, pero su autoridad moral no será mucho mayor que la que esgrimía el
señor feudal sobre sus súbditos. No, mientras desde el “smog” londinense, del
de París o del de Berlín, se salte con tanta despreocupación y alegría a los
palmerales caribeños, o las torvas islas anglonormandas del Canal.
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