Ando abrasado por los
fuegos de España, los políticos y los otros. De estos últimos, de las hogueras del
verano, vengo a hablarles hoy. Lo hago consciente de que, al haberme retrasado
unos días en afrontar el tema, tenemos a una parte de la geografía nacional
bajo las aguas. Los del periodismo fenomenológico, ayer fuego, hoy lluvia,
mañana nieve, no caben de gozo. Qué mina para el telediario.
Pues el caso es que yo no alcanzo a comprender cómo es
posible que a un país como el nuestro se le queme en tres décadas una décima
parte de todo su territorio. Eso es lo que revelan unas estadísticas que van a ser hechas públicas un día de
estos en Bruselas, no sé exactamente cuándo. De 1980 a 2010 han quedado
reducidas a pavesas en España ni más ni menos que cinco millones, trescientas
sesenta y ocho mil, doscientas veintisiete hectáreas, de los 50,4 millones de
que consta el territorio nacional. Lo dicho: del orden de un 10 por ciento.
Viendo lo que está
pasando estos días con el proyectado “banco malo”, me pregunto cómo es posible que se haya
abusado tan impunemente de la gente, a la que, primero, se la privó de bosques
para hacer sitio al ladrillo y ahora se la obliga a pagar, con impuestos, la ruinosa
financiación de no pocos proyectos brotados de las cenizas de la pinocha, no
precisamente como si de un ave Fénix se tratara, y de su no menos ruinosa
colocación en el mercado. Porque convenido está que la mayor parte de los
incendios forestales son intencionados, criminales o no, y que los aprovechamientos
urbanísticos de los nuevos yermos estuvieron en el origen de no pocos de
aquellos fuegos. Por algo la ley prohíbe construir en ellos ahora; no ha sido
así siempre. No parece aventurado aseverar que las chispas de ayer trajeron los
lodos de hoy.
Hace ya muchos años,
cuando comenzaba en esto del Periodismo, conocí a un personaje singular, Juan
Mugarza, que estaba al tanto de todos los misterios de los bosques vascos.
Llegué a él llevado por la curiosidad, en una época en la que, un día sí y otro
también, ardía un bosque en lo que todavía no era la Comunidad Autónoma Vasca. Por
aquel entonces, el ministerio de Agricultura había acuñado un eslogan feliz para
concienciar a la ciudadanía sobre la necesidad de proteger las masas forestales:
“Cuando un monte se quema, algo suyo se quema” decía el cartel, al que un semanario
satírico añadió aquello de “señor conde”, con lo que la campaña se fue al
garete.
Supe, por Mugarza, de
historias truculentas que darían para series televisivas enteras: de odios
atávicos entre agricultores y ganaderos, de torvas animosidades vecinales, de empresarios
sin escrúpulos, de propietarios forestales desaprensivos. Nada que se pudiera
probar; nada se publicó.
Pero guardo el recuerdo de
cómo Juan me contaba que se quemaban los bosques: disponiendo en lugares
estratégicos culos de botellas rotas que actuaban como lupas en momentos
determinados de periplo solar por los cielos o, incluso, introduciendo colillas
de cigarrillos encendidas en mierda de vaca seca. La boñiga se dejaba allá
donde más daño podía hacer una vez prendida, y el pirómano abandonaba con total
seguridad el lugar del crimen porque la llama tardaba en aflorar.
Canalladas de este género
son muy difíciles de descubrir “in situ”, cuando están puestas en marcha; hay
que afrontarlas en origen, con una investigación detallada de los intereses que
sobrevuelan las zonas comprometidas, el seguimiento discreto de los pirómanos y
otras prevenciones que la Guardia Civil maneja bien.
La magnitud del problema
parece mostrar que la política seguida hasta ahora no ha sido eficaz para
contenerlo. Lo único que sobrevuela esas zonas conflictivas todos los veranos
son los helicópteros y Canadairs apagafuegos, que ofrecen buenas imágenes para
el telediario, pero que no ocultan el fracaso de toda una comunidad en la contención
de uno de sus males más vergonzosos.
(El último informe del EFFIS -European Forest Fire Information System, lo encontrarán aquí: http://www.scribd.com/doc/108959042/incendios-forestales)
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