Hace
poco más de un año les contaba a ustedes que el vinilo –ya saben, las viejas ‘galletas’ de 33 o 45 revoluciones
por minuto, y de 78 antes, en las que la música nos venía envasada antes
de que la industria descubriera los CDs- estaba de vuelta; que cada vez
había, al menos en Bruselas, más locales en los que se vendían los
viejos discos a precios muchas veces de derribo.
La
verdad es que aquella estimación fue premonitoria porque estos últimos
meses, el fenómeno del que entonces les hablaba se ha consolidado hasta
extremos insospechados. Hoy es el día en que los mejores comercios del
ramo ofrecen vinilos reeditados, a veces a partir de viejos masters
analógicos, a veces de nuevos remasterizados.
Se
trata de un fenómeno de amplitud todavía limitada, pero aparentemente
consolidado. Por lo que he leído, incluso las grandes discográficas
podrían estar detrás, experimentando con la fórmula para combatir la
piratería. Copiar un disco de vinilo no es fácil; sus calidades
musicales, las que los hacen tan apreciados por los melómanos,
desaparecen en buena medida cuando son transferidos a cinta y las
pletinas modernas que disponen de una salida USB por donde, una vez
digitalizada, la señal es transferida a un CD, adolecen de los problemas
de siempre: tienen que ser muy buenas, lo mismo que el grabador de CD,
para que la calidad del sonido resultante esté a la altura. Y todo eso
cuesta muchísimo dinero.
En
Bruselas, hoy, en el marco de este revival del vinilo, ha tenido lugar
una feria de viejos discos. Era su segunda edición. El lugar escogido
era la Galerie Ravenstein ,
frente a Bozar, uno de los templos bruselenses de las artes. Me he
acercado por la mañana: había muchísimo material, casi todo él de
segunda mano, clasificado por géneros y épocas. Y una multitud de
aficionados dispuestos a invertir horas revolviendo en todo aquel
batiburrillo, en busca de viejos tesoros.
No
he podido dejar de pensar en los catálogos de vinilos dispuestos en
Internet, con sus poderosas bases de datos incorporadas, que te permiten
localizar una aguja en un pajar en fracciones de segundo, o en los
modernos servidores de música que almacenan decenas de miles de
canciones sin compresión en discos duros de enorme capacidad, y que te
los ponen al alcance de los oídos con una ligera presión de los dedos
sobre un mando a distancia que parece el cuadro de mandos de una nave
espacial en una película de ciencia ficción. Y no se sabe muy bien quién
ha copiado a quién: si los de la película a los del mando, o viceversa.
Pues
el caso es que allí estaba aquella variopinta parroquia, discutiendo
sobre la calidad de conservación de tal o cual cubierta o regateando
precios que, no crean, no, tampoco permitían grandes alegrías. En
determinadas estanterías de ‘rarezas’, las piezas andaban por los 50
euros, y aún más.
La
verdad es que para un rato la situación resultaba simpática. Dedicarle
más tiempo a la cosa requería unos niveles de entusiasmo que a mí me
faltaban. Frente a la compra de música con el ratón del ordenador,
bucear durante unos minutos en aquel montonazo increíble de soporte musical físico te transportaba a otro mundo.
Los
organizadores del evento parecen tener claro que el mercado pide algo
de esto: hasta noviembre del año que viene hay programados más de
treinta actos como este en todo Bélgica. Dentro de un año les diré si se
programan más ferias de estas o no, es decir, si el fenómeno va al alza
o si retrocede.
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