Día sin coches ayer
domingo en Bruselas y en una treintena más de ciudades belgas. Se trata de una
tradición vieja de una década que todos los años levanta polémica. En esencia,
el evento implica que sobre los 160 kilómetros cuadrados de esta ciudad no
circulan vehículos privados hasta las 7 de la tarde. El transporte público es
gratuito y los contraventores son sancionados con multas muy severas.
Es un acontecimiento no
exento de polémica. A no pocos les desagrada que desde la Administración se les
condicione una libertad básica, la de movimiento, y que se les conmine a ejercerla
a bordo de un autobús, por mucho que la cosa salga gratis (al erario público
no, el desahogo cuesta un millón de euros). Restaurantes y mercadillos al aire,
como el mundialmente famoso del Sablón, se desesperan en vano porque la fórmula
de papá-mamá-niño-con-globito no gasta ni en el globito (normalmente los ofrece
alguna entidad pública o semipública) y porque su clientela habitual no coge el
autobús ni a tiros.
Claro que a los del pedal,
eso de poder circular a sus anchas les mola cantidad; como a los de los skates;
y qué decir de los rollers, que van por ahí como loc@s. Todos ellos se
concentran a horas perfectamente burguesas en las principales arterias de la
villa, para ver y, quizás, para que se les vea. Las laterales y adyacentes
están vacías. No crean, yo percibo un punto de exhibicionismo en ciertos
comportamientos.
Luego viene la
televisión. La cría del micrófono sale de la furgoneta y escudriña con ojos
sagaces a la turbamulta, buscando al interlocutor idóneo. Escoge al niño del
globito. Está tentada, se le ve, de negociar con el crío y de ofrecerle el
micrófono a cambio del globo, pero se reprime pensando en la que se le vendría
encima, de modo que formula su elaborada pregunta, y obtiene la respuesta
esperada: "¡Nene gusta!" Después, en el telechicharro, el busto
parlante estira el botox para introducir la noticia con aire risueño:
"Gran éxito, una edición más, del Día sin Coches. ¡NENE GUSTA!" Y a
otra cosa, mariposa.
Se equivocan quienes
piensan que el bruselense Día sin Coches es un ejercicio dudosamente simpático
de recuperación simbólica de los espacios de la villa para las personas, una
humanización de la ciudad con fines pedagógicos. La Jornada forma parte de una
estrategia cuidadosamente elaborada para expulsar a los coches de las calles de
Bruselas. Otras vertientes del plan son la extensión sistemática de espacios
reservados al transporte público sobre vías de uso compartido con el privado,
cuando no su dedicación a aquel en exclusiva; los estrangulamientos y cuellos
de botella creados artificialmente en puntos clave para el tráfico rodado; el
inmisericorde régimen de sanciones por aparcamiento indebido y sobre todo y por
encima de todo, una política orientada
expresamente a no resolver los problemas de los automovilistas. Los gobernantes
belgas llevan 20 años reparando aceras en Bruselas, pero no han hecho nada para
facilitarle la vida a los que utilizan el coche en la capital. Desde la inauguración, a mediados de los 80, del túnel de la Basílica de Koekelberg.
Mi agente de seguros lo
tiene claro: "son los de izquierdas, que no quieren otra cosa que
transporte público en las calles de la ciudad". Y, sin darle la razón,
tengo que reconocer que Charles Picqué, socialista él, mandaba en Bruselas en
1993, cuando el último empellón federalizador del país, y que sigue mandando
ahora gracias a ese juego tan discutido
de las coaliciones, que sustrae el gobierno a las mayorías relativas a cambio
de componendas levantadas, precisamente, contra los intereses que votan a las
mayorías relativas y que en Bruselas son de centro derecha.
Lo curioso del caso es
que en esta ciudad estamos próximos a verificar el resultado a largo plazo de
estas apuestas estratégicas de corte colectivista. Tras cuatro lustros de
inversión en transporte público y de boicot al privado, las cuentas no salen:
la gente que usa metros, tranvías y autobuses casi se ha duplicado (ha crecido
un 80 por ciento en diez años, según la Intercomunal Medioambiental de Bruselas)
pero la presión del vehículo privado no se diluye. La gente sigue cogiendo el
coche, cada vez más, y a pesar de todos los pesares.
¿Y cuál es la solución
que contemplan quienes han desarrollado políticas aparentemente tan poco
fructuosas?: pues darle más leña al mono. Poner más impuestos al automovilista.
Imponer peajes urbanos. Ese es el paso trascendental que acecha tras los paseos
en el Día sin Coches por las fastuosas avenidas arboladas que construyó
Leopoldo II para ir a sus dominios de caza en Tervuren, con el dinero que
obtenía del Congo.
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