No me opongo por principio al gravamen sobre las
transacciones financieras: ni me considero un liberal recalcitrante, ni creo en
el estúpido principio de la autoregulación, absurdo en los tiempos que corren
en los que casi todo es mentira pero pasa por bueno y cuando la superchería
resulta demasiado evidente se la pasan a un gabinete de imagen. El tal gabinete
suele estar en manos de un próximo al poder quien inmediatamente, con fondos
públicos, organiza una gran campaña mediática, destinada a probar la beneficiosa influencia de la superchería en la historia de
la Humanidad. A veces lo consigue, y la gente se queda convencida de que la
mentira no sólo es buena, sino hasta necesaria. En fin…
Pero tampoco soy uno de esos comunistas de salón-¡ah, la gauche caviar!- que buscan en nuestras sociedades postmodernas terceras
y cuartas vías hacia los mandatos y utopías de la Tercera Internacional, como
salida a sus frustraciones intelectuales. De modo que, y tras esta larga
introducción, tengo que reconocerles que asisto con bastante hastío al debate actual
sobre la sostenibilidad de Estado del Bienestar y los nuevos impuestos que se
anuncian en Europa: que si la Tasa Tobin para subvenir a las necesidades de los
países menos desarrollados, que si las nuevas exigencias del desarrollo
sostenible...
Verán, yo creo que todo eso es un cuento. Existe en
Europa un motor para las ansias recaudatorias de todo género que se llama
Francia. Se trata de una nación de talla media que aspira a continuar en la
vanguardia planetaria, para lo que mantiene en orden de combate una fuerza
militar de primer rango y una potencia diplomática que le va pareja, además de
unas ambiciones que rivalizan en altura de miras con las luces anticolisión de
la Estatua de la Libertad, la donación histórica que les permite todavía a las
élites galas soñar con lo que no pudo ser.
Francia quiere tasarlo todo. En los últimos años les he
visto a sucesivos Comisarios franceses en Bruselas explorar la posibilidad de
imponer gabelas a los correos electrónicos o a las consultas a través de los
buscadores de Internet. César Alierta ha
comprado la idea y quiere imponerla en beneficio propio, él que heredó la red de
telecomunicaciones que construimos todos los españolitos, en el mercado cautivo
que el régimen de Franco le regaló a Telefónica.
Querían, incluso, los líderes franceses (y no han
renunciado a la idea del todo) que se le permitiera a Francia una cierta flexibilidad en la consideración de sus
déficits públicos, por la cobertura de seguridad que, dicen, les confiere a los
europeos su force de frappe nuclear.
En fin, que Napoleón sigue necesitando financiar a sus
ejércitos.
Europa es cara pero ineficaz. Quienes la han hecho así,
básicamente los agentes que se han ido incorporando en número cada vez mayor a
la inercia de la historia sin espíritu crítico, pero con enormes deseos de
vivir a costa del Estado (en España llevamos 30 años con las compuertas
abiertas), no tienen ningún deseo de cambiarla.
De modo que hay que seguir recaudando. Hoy, José Manuel
Durào Barroso, el presidente de la Comisión europea, ha apostado abiertamente
por la idea de la tasa sobre las transacciones financieras ante el Parlamento
europeo, durante su “Discurso sobre el Estado de la Unión”. Le han aplaudido a
rabiar, pero yo no le creo. Y les voy a decir por qué.
La tasa sobre las transacciones financieras es una vieja
idea que planteó originalmente en 1971 el economista norteamericano James Tobin,
premio Nobel de Economía. Antes de esta crisis, en Europa se hablaba de la tasa
en cuestión como un recurso contundente para honrar los compromisos de los países
desarrollados con el Tercer Mundo. Pero desde lo de Lehman Brothers, el dichoso
impuesto parece la panacea para todos los males de nuestras propias sociedades.
Desde luego, no lo es. En primer lugar porque quienes
están de acuerdo en imponerlo, lo quieren cada cual para una cosa distinta:
Francia, para reforzar su presupuesto, la Comisión europea para garantizarse un
nuevo recurso propio (hace un año la reclamaba para eso, junto con una tasa aérea
y un nuevo tipo de IVA), y España, que también la apoya, porque necesita
sustituir su modelo de ingresos fiscales tras el desbarate de la construcción.
En segundo lugar, se trata de una tasa extremadamente
polémica. La misma Comisión europea que ahora la avala decía hace un año que
plantearía serios problemas de competitividad al sistema financiero europeo,
frente al estadounidense o a los de Extremo Oriente.
En tercer lugar, porque en la propia Europa no existe
consenso sobre la creación de esta nueva gabela. El Reino Unido, Suecia y
Holanda no la quieren y, -no lo olviden- en cuestiones fiscales se requiere la
unanimidad en las decisiones de la UE.
Y en cuarto lugar, porque los americanos, con Obama al
frente, no están dispuestos a aceptarla.
¿Merece credibilidad un invento sobre cuya utilización no
existe consenso entre quienes lo promueven, que tiene poderosos enemigos y que
se sabe que plantearía graves problemas a un sector clave para nuestras sociedades,
como el financiero? Yo pienso que no.
Pero es que, además, la génesis del momentum que ha logrado la tasa sobre las transacciones financieras
no es otra que un acuerdo bilateral más entre Angela Merkel y Nicolas Sarkozy
del pasado verano. Merkel accedió a la idea de un gobierno económico de la
Eurozona, a cambio de un compromiso firme de Francia en la constitucionalización del límite de déficit. El impuesto, que a la
alemana no le hace gracia, fue en el paquete.
Con este bagaje y sus antecedentes, francamente, yo no
creo que esto vaya a volar. No es más que otra superchería.
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