viernes, 26 de julio de 2013
Náusea
En mi carrera profesional me ha tocado vivir momentos muy desagradables. De joven, cuando hacía prácticas en "Hierro" -un vespertino bilbaino que fue el único en acogerme- tuve que cubrir la catástrofe ferroviaria de Sopelana, donde dos trenes chocaron en una vía única, y 34 personas que volvían de un feliz día de playa murieron de una manera extremadamente violenta y cruel, sus cuerpos cercenados por las planchas de metal del convoy. Hice amistad -yo creo que me granjeé su respeto- con el juez al que le tocó el mal trago de levantar todos aquellos cadáveres. Nunca más he vuelto a marearme ante la vista de sangre, aunque su olor, el de los sesos resbalando por el vagón y el silencio de aquel escenario trágico me persiguieron durante muchos años. Después tuve que cubrir otros momentos de gran dureza, como el accidente de los Alfaques, donde un camión cargado de polipropileno líquido cayó sobre un camping, provocando una carnicería espantosa, de más de 200 víctimas. Y aún he tenido que ver - y fotografiar- escenas de una violencia extrema, como los grumos a los que quedaron reducidos los cuerpos de dos etarras, a los que les explotó la bomba que transportaban una noche. Los restos llegaban hasta el cuarto piso de la casa junto a la que pasaban.
Mi director de entonces, Antonio Barrena, lo de Hierro es anterior, me decía siempre lo mismo, cuando le llamaba advirtiéndole de esto o de lo otro: "haz fotos que la gente pueda ver mientras desayuna". Por eso no hice las fotos de los bebés como estatuas de cera en Los Alfaques, que luego vería publiadas en Interviu, y que hizo un fotógrafo que venía detrás de mí
Pero actuaba así también por convicción, consciente, como era, de que la exhibición cruda de la violencia genera reacciones muchas veces incontrolables. Yo había aprendido en la Universidad que el Reino Unido y Estados Unidos practicaban habitualmente la autocensura en estos asuntos y que, incluso, órganos jurisdiccionales competentes podían intervenir, llegado el caso, para impedir que una foto se publicara.
Con este bagaje he asistido, extremadamente disgustado, al espectáculo que han ofrecido medios de comunicación y redes sociales con el accidente de Santiago. Que mi modo de pensar estaba rebasado me lo demostraron las desconsideradas fotografías que publicó Interviu del accidente aéreo del Oiz: aquellos jirones de carne humana colgados de las ramas de los pinos, en la ladera sureste del monte.
Yo, de las redes sociales no tengo nada que decir: no son entidades reguladas por un código deontológico. Pero los medios informativos sí, y llevan tres días exhibiendo con total impudor la más vulgar y nausabunda sensibilería, con el objetivo manifiesto de captar oyentes o lectores. Me repugna.
Y la cuestión técnica... En un accidente de estas características confluyen diversos factores y circunstancias. Buscar los porqués, sin conocer los cómos, es un ejercicio de inmadurez profesional grave. Esta fue la tesis principal de la conferencia que pronuncié en Madrid, tras la cadena de accidentes aéreos de comienzos de los 80: que un periodista, ante la constatación de que es casi imposible conocer los porqués de un accidente con connotaciones técnicas desconocidas, debe centrarse en los cómos.
Pero lo de estos días rebasa por completo el sentido común. Lo pagaremos como sociedad.
¡Qué asco!
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