¿Se
acuerdan ustedes de cuando Europa estaba a punto de hundirse porque el proyecto
de Constitución europea había sido
rechazado por franceses y holandeses? Yo sí; no hace tanto de ello. Aquella
crisis data de 2005 y parecía que se iba a llevar por delante medio siglo de
integración europea. Durante 4 años, hasta el 1 de diciembre de 2009, cuando el
Tratado de Lisboa entró en vigor, el mundo asistió a una obscena confrontación
pública de intereses nacionales en la supuestamente armoniosa Europa de los 27,
la de las “fotos de familia”, que dejaba las proclamas de los objetivos y
medios comunes al nivel de meras formulaciones de buena voluntad.
El
malestar, además, no databa de 2005; venía arrastrándose desde la fallida
negociación del Tratado de Amsterdam, (junio de 1997), que intentaba articular una Unión Política con
la que contrapesar el lanzamiento de la moneda única, el euro, decidida en 1991
y que vio la luz en 1999 como instrumento fiduciario. Al público llegó en 2002.
Hoy,
24 de octubre de 2011, estamos sufriendo las consecuencias de un diseño de
divisa única defectuoso que ni el Tratado de Amsterdam, ni el de Niza
(2000), ni el proyecto de Constitución, ni
sucesivas Conferencias Intergubernamentales, ni la Convención, ni el Tratado de Lisboa que encontraron acomodo, todos y cada uno de ellos, en algún
momento de estos últimos cuatro lustros, han acertado a corregir.
Lo
curioso del caso, si se me permite la evocación, es que cada uno de esos jalones
de nuestra historia común reciente fue presentado como el instrumento necesario,
si no imprescindible, para reforzar el proyecto de construcción comunitaria.
Algo
verdaderamente básico está fallando en toda esta arquitectura cuando, tras dos
décadas de discusión encarnizada, un socio del euro está a punto de suspender
pagos, dos más, Portugal e Irlanda, se alimentan mediante perfusión financiera
externa, otros dos, Italia y España, bracean para no ser tragados por el
remolino y uno último, Francia, dice que los que bracean lo están haciendo
bien, porque si esos caen engullidos por el vórtice, ella será la próxima en
sufrir el tirón del abismo.
Las
soluciones que se anuncian para esta crisis, la primera en 20 años que nos
viene impuesta a los europeos desde fuera, a través de los mercados de capital,
son todas ellas trapicheos: que si una refinanciación de la banca privada para
compensarla por las pérdidas que va a sufrir cuando Grecia suspenda parcialmente
pagos; que si una ampliación de capacidades de un Fondo de Rescate, que si
nuevas reformas limitadas del Tratado
para impedir el endeudamiento excesivo de los socios comunitarios… Parches.
En
el mundo de la globalización, Europa necesita un marco jurídico estable y unos
procedimientos eficaces y transparentes para maniobrar adecuadamente en defensa
de unos intereses comunes que hay que definir en común. No los tenemos, ni el
uno ni los otros, y el festín de los especuladores , tocados periódicamente a
rebato por la campana de las agencias de calificación, corre camino de
continuar, para zozobra de sociedades enteras que se pretenden prósperas pero
que, en el fondo, son sólo caladeros henchidos para las redes de arrastre
de los Soros y compañía.
Esto
hay que tomárselo en serio de una vez por todas.
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