Parece
que, por fin, nos estamos aproximando al final de la crisis del euro. Crucemos
los dedos. Mañana domingo y el miércoles se van a celebrar en Bruselas dos
cumbres de gran importancia para el futuro de la moneda única, en el fondo para
la suerte que va a seguir Europa.
No les
voy a contar lo que está en juego, que eso ya lo saben (si quieren lo cuento,
ustedes mandan). Tampoco quiero entrar en lo que hay que decidir, que para eso
están mis antiguos compañeros de armas, cuya dedicación a este farragoso asunto
excede en mucho a la mía. (Pero otro tanto).
Lo que
yo les voy a revelar a ustedes hoy es cómo se toman las decisiones en el
Consejo Europeo, un microclima verdaderamente excepcional y raro, este. Y se lo
voy a contar porque no es un conocimiento muy difundido. Lo veo útil para que
ustedes se hagan una idea más funcional que la que
les llega habitualmente de lo que pasa en las plantas superiores del
Justus Lipsius, la sede del Consejo de Ministros de la Unión Europea .
Primero,
un apunte paralelo: la construcción del edificio del Consejo comenzó bajo
mandato de Paco Fernández Ordóñez cuando era ministro de Exteriores, en 1989, pero
hasta años después de terminado el mamotreto, en 1995 (fue, en su día, la obra
civil más grande de Europa, con sus 215.000 metros cuadrados y los 24
kilómetros de pasillos que lo recorren) no le pusieron la virgulilla al
apellido que figura en la consiguiente placa
conmemorativa. Cuando lo hicieron, recuperamos al Paco auténtico, el nuestro.
Entero y con su tilde.
Le
llaman “Justus Lipsius” porque este enorme edificio ocupó, entre otros jardines
y manzanas de casas, una calle que había allí antes, y que estaba dedicada a
ese ilustre humanista flamenco del siglo XVI muy conocido en Flandes. Como el
nombre no les parecía desagravio suficiente a
los del Consejo por haberle desposeído de la calle (me acuerdo de ella, era
sombría y cochambrosa), a Justus le pusieron un busto conmemorativo en el hall
de entrada. Es el enorme cabezón de pátina bronceada con el que uno se da de
bruces al entrar allí. Lo curioso del caso es que el busto no es de bronce;
sólo lo parece. Es una escayola. El alemán Jurgen Trumpf, que era en la época
de autos secretario general del Consejo (le sustituyó Solana), pensó que el
pensador flamenco se merecía todo el respeto del mundo pero no un presupuesto
de bronce y lo dejó en mero bronceado. Una pizca de tan, sin el cuan. En el
Coreper, (el Comité de Representantes Permanentes), se pensó durante muchos
años que el secretario general se había pasado con el ahorro. Solana no fue más
generoso. Los nuevos que se sientan en el Comité no conocen la anécdota.
El Justus se ha quedado pequeño y están construyendo otro al lado. Fin
del apunte.
De modo
que el cabezón del pensador renacentista ilumina la entrada de los mortales al
edificio del Consejo, pero los que se llaman líderes, que suelen comportarse
como inmortales, entran por otro sitio, por un patio interior al que se accede
desde la calle en coche, después de salvar obstáculos diseñados como
insalvables para aquel que no tenga las llaves del Reino. Greenpeace no las
tenía, pero entró y montó un buen número.
Por el
"Nivel -2", que es la denominación oficial del acceso para ilustres,
los líderes se proyectan hacia las alturas que les son propias y que en el
Justus son conocidas como el "Nivel 50". Allí, en el quinto piso, (ese es el
"Nivel 50", no más), pasa todo. Se trata de un lugar relativamente
frío, hosco, con pasillos anchísimos por los que circulan las delegaciones
nacionales como manadas de búfalos buscando pasto fresco cuando se dirigen al
despacho de la presidencia de turno, a conocer los detalles de la última oferta
que se les propone para cerrar esos acuerdos imposibles que construye esta
Europa nuestra, en los que por un lado entra
un dromedario y por el otro sale un camello con sus dos gibas.
Estamos
acostumbrados a las fotos y los vídeos de la gran sala de reuniones que nos
ofrecen las televisiones y los periódicos al comienzo de las cumbres, pero esa
sala es una especie de "Estación Termini" en la que los
expedicionarios de los pasillos recalan pocas veces. Sólo cuando tienen algo
que decir a todos los demás juntos, lo que es rarísimo. La mayor parte de
tiempo, en las vertiginosas alturas del quinto piso, la gente lo pasa en los
despachos de sus delegaciones correspondientes, esperando a ver qué pasa,
cuándo les llaman para decir "sí" o "pero" (notarán ustedes
que no menciono el "no", eso ha desaparecido en las reuniones
preparatorias del cónclave y si, por despiste, se pronuncia uno de ellos en
sala la rebelión dura sólo un rato) y pasando consultas con el equipo asesor,
que está constituido habitualmente por machos y hembras "alfa one",
es decir, personal listísimo y sumamente capacitado.
Cuando
se reúne el Consejo Europeo en pleno para verificar las posiciones de cada
cual, o para sancionar los acuerdos
construidos con dromedarios mutados en camellos, lo hace en distintas
configuraciones: el presidente solo o acompañado por una, dos o más personas.
Los momentos más intensos se viven en las "superrestringidas", cuando
está el jefe solo frente a las demás soledades de esta comunidad de 500
millones de seres humanos. Son, cómo decirlo, momentos en los que el poder, que
es solitario por definición aunque se adorne casi siempre de una cierta
promiscuidad, se expresa en la intimidad. Las puertas se cierran como en la
Capilla Sixtina cuando los cardenales buscan Papa, y nada sale al exterior
salvo las notas de un secretario, uno solo, que queda dentro, y que va llenando
páginas con lo que dice cada cual. El secretario, a quien llaman "antici" en recuerdo del embajador italiano de nombre Antici que instauró esta práctica en 1974 es, por pura lógica, una
persona que sabe de lo que se habla y que tiene buena letra. Cuando termina un
ciclo de intervenciones, el secretario sale del recinto y va a una sala aneja
en la que dicta sus apuntes a otros tres secretarios. Estos, a su vez,
transmiten la información a los secretarios de cada delegación nacional que se
la pasan, a veces, a los jefes de prensa que se comunican con nosotros, los
periodistas. Jamás he comprado ese pescado como fresco.
Estas
reuniones han perdido toda su espontaneidad. Están regladas al minuto, con la
mirada puesta en los ritmos de los medios audiovisuales. De lo que se trata es
de salir en los telediarios con imágenes novedosas cada vez: llegadas al
"-2" (foto), acogida por parte del presidente de turno y el
presidente del Consejo (foto), intervención del presidente del Parlamento y su
ulterior rueda de prensa (foto), primer turno de intervenciones, foto "de
familia", negociaciones bi y trilaterales, segundo turno de intervenciones,
rueda de prensa finales (muchas fotos), descenso al "-2" y huida
precipitada hacia el aeropuerto, donde esperan los "jets" que
devolverán a estos personajes a sus entornos naturales en poco más de una hora,
cuando mucho.
Las
reuniones del plenario han quedado muy limitadas porque cada turno de
intervenciones consume fácilmente 145 minutos, a poco que cada cual hable 5
minutillos y Barroso y Van Rompuy tomen también la palabra. Desde los acuerdos
de Sevilla (junio de 2002), la mayor parte de los asuntos tratados de las
cumbres viene ya previamente aceptado por el Coreper o por el Comité de Política y Seguridad.
Ya no
hay notas extemporáneas en estas reuniones, como la que dio Mitterrand poco
antes de la última balcanada. Dijo que quería pasear después de la cumbre y
allá se fue con su séquito y una docena de coches que le seguían a distancia de
paso con los flashes azules destellando, Rue de la Loi adelante. Los belgas la
habían cerrado precipitadamente para él, cerca de la media noche.
La
verdad es que estas cumbres que se celebran a niveles de colina, sobre una
estructura intelectual representada en escayola, producen lo que cabía esperar de
ellas. Y aún así...
Dos apreciaciones, querido Fernando, sobre Justo Lipsio (al igual que Erasmus, precisamente maestro de Lipsio, es Erasmo en cervantino). La primera es recordar el chasco que me llevé, al cabo de algún tiempo de pasar junto al busto del gran humanista, cuando alguien me hizo notar que lo que perecía noble bronce era realmente modesta escayola. Una metáfora de lo que es la UE. Vista de lejos da el pego, pero de cerca...
ResponderEliminarHay un detalle que a la mayoría de los españoles se les escapa. Nuestro Francisco de Quevedo, a la sazón joven filólogo, mantuvo intercambio epistolar con Lipsio, lamentablemente pronto interrumpido por la muerte del filósofo en 1606. Lipsio anima a Quevedo y le ensalza, lo que no evita las diferencias entre el pacifista de Brabante y el apasionado madrileño. R.
Sospechaba que la referencia al pensador flamenco iba a provocar movimientos. Que a Justus (he mantenido el latín porque era la lengua culta de su época) se le conociera en Flandes no significa que no lo fuera en otros lugares del Orbe. Por lo demás, sigo pensando que lo de la escayola es lamentable.
ResponderEliminarEs la ventaja de que te lea gente Alfa One
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