Los anglosajones son aficionados a buscar al "enfermo" en las
situaciones financieras complicadas y lo encuentran invariablemente en
los demás; ellos no lo son nunca. Ahora señalan a Italia, en la
Eurozona, como merecedora del calificativo pero yo creo que ese enfermo
no ha estado nunca sano.
Berlusconi ha tenido que aceptar, en la
última cumbre del G20, la llegada a los pasillos de la economía italiana
de husmeadores del FMI y de la Comisión europea. Van allí a certificar
que el gobierno de Roma cumple con sus compromisos de ajuste
presupuestario y control del gasto público. El polémico presidente del
Consejo italiano de ministros considera esta intrusión menos humillante
que la perfusión financiera del FMI, que dice haber rechazado, pero
Cristine Lagarde, la directora gerente de esa institución, niega
habérsela ofrecido. Enredos florentinos. Lo verdaderamente sustancial es
que la comunidad financiera internacional no cree ya en la virtud de la
tercera economía de la Eurozona, cuyo PIB, groso modo, supera al
español un 50% en volumen (1,59 billones la primera, 1,08 la segunda
este 2011, según estimaciones efectuadas por Eurostat).
Virtuosa, lo
que se dice virtuosa, la economía italiana no lo ha sido nunca. La
desconfianza declarada estas semanas atrás hacia la capacidad romana
para honrar sus compromisos financieros internacionales no es, ni mucho
menos, nueva, pero había quedado adormecida por los vapores balsámicos
del euro, desde su lanzamiento en 1999.
Italia llegó a la moneda
única por los pelos. Por una decisión política. La misma que permitió
que España, Bélgica o Portugal formaran parte del grupo de socios
fundadores del euro. Grecia entró después, en 2001, como se sabe
haciendo trampas con los números. Durante mucho tiempo hubo sospechas,
no del todo despejadas, de que Italia había hecho otro tanto.
Los
criterios para abrir el acceso al euro, establecidos por una cumbre
europea en diciembre de 1991, (aquella famosa reunión de Maastricht),
cifraban inequívocamente un límite para el criterio de deuda del 60% del
PIB en los candidatos a la moneda única. Aún así, Alemania aceptó in
extremis, para franquear el acceso a Roma (y a Bélgica, que cojeaba del
mismo pie), que la guillotina del 60% fuera sustituida provisionalmente
por «una tendencia hacia» el 60%. Así, la deuda italiana representó en
1999 el 113,7% del PIB, el 109,2% en 2000 y hasta el 103,9% en 2004.
Después la tendencia cambió y se le anticipa para este año un
espectacular 120,3% del Producto Interior Bruto. España andará en el 71%
en 2012, según la Comisión europea.
En aquellos mediados de los 90,
España estaba lanzada a satisfacer los criterios de Maastricht y Aznar
llegaba a criticar a Prodi, entonces presidente del Consejo italiano de
ministros, en entrevistas que concedía a la prensa internacional, como
una muy sonada de octubre de 1996 al Financial Times.
A Alemania,
entonces, Italia le preocupaba mucho más que España, por la sencilla
razón de que la deuda romana era, ella sola, un cuarto de la acumulada
por el conjunto de la Eurozona. La española y la belga apenas
representaban un mero 6% cada una. En los pasillos de Bruselas se oía
que «la deuda italiana puede tumbar el euro». Era, y es, verdad.
Estamos,
pues, donde estábamos. Con la deuda italiana amenazando la
supervivencia de la moneda única. La diferencia con respecto a finales
de los 90 pasados es que los mercados financieros creían en la cohesión
interna de la Eurozona y ahora no.
La otra diferencia la marca
Alemania: quienes entonces aceptaron contemporizar con la deuda, ahora
no están por la labor. Exigen disciplina. El sábado, Merkel decía que a
Europa, controlar sus déficits públicos le va a costar una década. El
horizonte de sacrificios está bien claro.
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