El
debate actual sobre la Europa a dos o más velocidades es conceptualmente
abusivo. No se trata ya de que fuentes informativas de muy alto nivel nieguen
taxativamente que Francia y Alemania estén preparando un “núcleo duro” de
miembros del euro, (que me lo niegan y yo las creo), sino que constituye una
contradicción básica pretender a estas alturas una concepción “técnica” de la
Unión Monetaria” (los que cumplen los criterios, dentro, los que no, fuera, e
inmediatamente), cuando esta es una construcción política, y va a continuar
siéndolo.
Si la
Unión Monetaria (UEM) se constituía con las monedas de la cuenca del Rin y sus
aledaños inmediatos, o no, fue un debate de los años 90. Su momento de máxima relevancia
tuvo lugar en torno a 1997, cuando los halcones
alemanes del Bundesbank y otros teóricos de la jaez exigían a voz en cuello una
concepción ortodoxa de la UEM, para evitar derivas inflacionarias de la futura
moneda única que comprometieran la clave estatutaria del Bundesbank: la
estabilidad monetaria. En Davos, en 1997, varios banqueros, en su mayoría alemanes,
cargaron contra la admisión de los socios mediterráneos en la “primera línea”
del euro y se supo que existía un informe que dejaba a España, Portugal e
Italia en un “stand by” de la Unión Monetaria, cuando esta comenzara su
andadura, en 1999. El propio Kohl tuvo que salir al quite y garantizar que el calendario
del euro se cumpliría a rajatabla, rachazando apremios del Bundesbank y de
Kenneth Clarke, el canciller del Exchequer británico, que pedían retrasar el
lanzamiento de la moneda única.
Antes,
a comienzos de década, la idea de que la Unión Monetaria se iba a construir a “dos
velocidades” había sido moneda de cambio corriente. Delors no lo recomendaba
pero reconocía la necesidad de que las economías “débiles” de la UE aceptaran
periodos transitorios antes de asumir plenamente la moneda única y la presidencia
holandesa de la UE llegó a articular el
proyecto, durante su mandato de la segunda mitad de 1991. Al final, la idea fue
abandonada porque en las múltiples deliberaciones previas a la cumbre de mayo
de 1998, en la que se estableció la lista de miembros del euro y el cambio de
sus monedas con respecto a la divisa común, quedó claro que el costo político (y
posiblemente económico) que soportarían los países que se quedaban fuera sería
excesivo. De modo que se alivió ligeramente el criterio de deuda (el 60% del
PIB permaneció, pero se decidió dar por bueno que quienes lo superaran
mostraran una tendencia de aproximación a él, como claramente había precisado Kohl
a Romano Prodi previamente), y la Unión Monetaria comenzó “a 11”, con pie
político.
Lo que
ha pasado estos últimos meses y años, además de la golfada de los bancos
norteamericanos de inversión y sus “subprimes”, es la constatación de que las
salvaguardias establecidas en el Pacto de Estabilidad para garantizar la
austeridad presupuestaria fueron insuficientes.
Están
pasando también otras cosas, como el alto costo que la mayoría de los socios de
la Eurozona están soportando para refinanciar sus deudas, pero es lo que cabía
esperar después de la suspensión parcial de pagos griega. Los que prestan el
dinero tienen razones para desconfiar de los débiles.
Volviendo
a las salvaguardias: después de la trapacería de Grecia, está claro que la
Unión Monetaria necesita garantías más rigurosas sobre la satisfacción de los
criterios de austeridad subyacentes en su filosofía. Nadie debería escandalizarse:
la Unión Monetaria es un proyecto monetarista, no colectivista y fue aprobado
por todas las izquierdas moderadas del continente. Empezando por los italianos
del Partido Democrático de Izquierda (PDS), herederos del PCI e integrados en
la coalición de centro izquierda conocida como El Olivo, que tomaron el poder
en 1996 con la aquiescencia de las derechas ilustradas del país, católicas como
laicas. La otra facción del extinto PCI, los de la Refundación Comunista de
Bertinotti, quedó al margen.
El dato (podríamos haber utilizado el de la España de Felipe González, pero es más conocido) sirve para constatar que Maastricht, y su monetarismo ideológico, no sólo fue un resultado de las derechas europeas, sino también de las izquierdas con opciones de gobierno.
El
Olivo fracasó en la reforma del Estado italiano que perseguía, como le ha
pasado a Berlusconi y el país paga ahora la desconfianza de los mercados.
La
reforma del Tratado de Lisboa que se está preparando no busca consagrar una Europa a dos (o
más) velocidades. Pretende poner negro sobre blanco lo ya aceptado: que habrá
una supervisión presupuestaria de los presupuestos nacionales por parte de las
instancias comunitarias antes de que las grandes cuentas sean presentadas a los
Parlamentos respectivos; que habrá una amenaza real y efectiva de sanciones
pecuniarias para los países que incumplan las limitaciones de gasto público;
que se multiplicarán las ocasiones de supervisión macroeconómica entre los
socios del euro, etc. Todo ha sido ya aprobado por sucesivas cumbres; ahora hay
que ponerlo en aplicación, como está previsto en 2012.
Y es
imaginable que los socios del euro pongan en marcha lo que decidieron en la
trascendental cumbre del pasado octubre: “a la vez que reforzamos nuestros
instrumentos para luchar contra la crisis en la zona del euro, decía la
Declaración entonces adoptada, seguiremos avanzando en la integración de las
políticas económicas y presupuestarias mediante el refuerzo de la coordinación,
la supervisión y la disciplina. Desarrollaremos las políticas necesarias para
apoyar el funcionamiento de la zona de la moneda única”.
También
cabe prever que los candidatos al euro tendrán que cumplir a rajatabla las
condiciones de Maastricht y que, por ello, habrá retrasos en la entrada de
nuevos socios.
No son imaginables cambios mayores en el derecho básico de la UE porque estos demandarían
revisiones importantes de los Tratados, algo que ha sido expresamente descartado
por los principales actores europeos.
Queda
abierta, naturalmente, la posibilidad de que grupos pequeños de países avancen
más en el proceso de integración, merced al mecanismo de “cooperaciones
reforzadas” que prevén los últimos Tratados y que el de Lisboa facilita
considerablemente.
Hablaremos
de ellas cuando se planteen.
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